miércoles, 13 de enero de 2016

EL INMORTAL



El secreto de la inmortalidad, es vivir una vida digna de ser recordada.- San Agustín.

Mucha gente me ha pedido que les cuente mi historia. Muchos no la creen, otros… no dejan de asombrase.

Nací en 1543, el mismo año que Francis Drake, el 13 de enero, en la Villa de Madrid. Mi infancia no tuvo nada de especial. Crecí sin ambiciones, contento con lo que tenía. Entonces, a los dieciséis años ayudando a techar la casa de mis padres, me caí y quedé empalado con una guadaña. Los médicos y curanderos no esperaban que sobreviviera a mis heridas. Yo no era consciente de sus esfuerzos por salvarme. Mi mente estaba perdida en un laberinto de sensaciones desconocidas, de recuerdos ajenos a los míos, temía estar descendiendo al Infierno. Entonces, una luz dorada disipó el velo de la muerte. En su centro, percibí vagamente una mujer de belleza imposible. Extendió su mano y su contacto me llenó de un vigor renovador. De pronto, desperté. Ya no tenía fiebre. Muchos tomaron mi supervivencia por un milagro.

En 1571, con veintiocho años, me alisté para luchar en la llamada Batalla de Lepanto. Durante el siglo XVI los otomanos habían conquistado los territorios que formaron en el pasado parte del Imperio romano de Oriente. La Europa protestante, en cierta forma, los consideraba un útil aliado contra la Reforma católica. Francia, por su parte, estaba atrapada entre la dinastía Habsburgo que gobernaba en Austria y la que lo hacía en España y los Países Bajos. El Imperio otomano estaba aún en expansión gracias a la base de Tolón, ofrecida por el rey de Francia, e incluso estaba en condiciones de amenazar a España y a Malta.

Allí conocí a Miguel Cervantes y Saavedra.

Mucha gente, con sorna o enserio, me preguntan sí Miguel se parecía a ese típico cuadro de Jáuregui , sí le hacía justicia… y no. Miguel de Cervantes era un hombre ancho de hombros,  frente ancha, cabello castaño oscuro, ojos grises y grandes, bajo esas cejas angulosas, nariz aguileña, barba recortada, labios finos y rosados, inquieto, callado casi siempre, con un sentido del humor muy agudo… era un hombre que yo sabía apreciar.

Por eso lamento mucho que por mi culpa fue manco, que se interpreta mal, pues la mano izquierda no le fue cortada, sino que se le anquilosó al perder el movimiento de ella cuando un trozo de plomo que iba dirigido a mí, pero mi suerte hizo que yo no sufriera mal alguno y a él se le seccionó un nervio, estando tullido de la mano izquierda.

Por suerte, la victoria fue para la Liga Santa al mando de don Juan de Austria sobre la flota del Imperio otomano y, tras meses en un hospital, Miguel se recuperó y en 1572 reanudo su vida militar, tomando parte en las expediciones navales de Navarino, Corfú, Bizerta y Túnez. En todas ellas bajo el mando del capitán Manuel Ponce de León y en el aguerrido tercio del famoso Lope de Figueroa. Yo le acompañé a Navarino y fue allí donde mi vida cambió.

¿Recordáis esa leyenda sobre la fuente de la eterna vida que se le atribuye a Ponce de León? Pues era verdad. Yo entonces creía que el ángel de mi sueño me guardaba. Quizá esa sensación me hizo ciego a otros ojos mortales. Me hice imprudente y me separé del resto. Durante horas vagué sin rumbo y encontré unas grutas donde había un extraño foso de aguas plateadas. No entendí nunca que hizo que me sumergiera en esas aguas, pero lo hice… y salí curiosamente revitalizado.

No conté a ninguno de mis compañeros aquel episodio pero decidí retirarme de la vida militar y, movido por Miguel, me animé a escribir. Ya tenía treinta y tres años y no logré mucho con mis escritos. Nada que se deba recordar con cierto orgullo, así que entré como ayudante de un impresor y me enamoré de la hija de mi patrón, Jimena Álvarez. Era preciosa. Ojos azules, cabellos castaños claros, sonrisa grande… Nuestro matrimonio duró solo seis años, al morir ella al nacer nuestra hija, Inés.

Así que, en 1582, tras recibir la noticia de que Miguel había sido liberado de su cautiverio en Argel y había regresado a Madrid, me contó sus planes de escribir teatro.

Eso fue antes de Lope de Vega. La historia siempre pone a Lope como un genio, y lo era. Triunfó en el teatro y se lo merecía, pero no conocí a nadie que fuera tan necio y cruel teniendo los laureles y el éxito en los corrales que Lope tuvo, pero prefería rodearse de gente que le lamía las calzas, como ese tipo cojitranco y mal humorado de Quevedo. Que sí, que Quevedo hoy se ve como un grande, pero siempre me pareció un personajillo repulsivo, pese a ser una de las mentes más agiles de las letras.

Ya en 1604, con mis sesenta y un años (aunque aparentase apenas treinta), aconsejé a Miguel que esa novelita ejemplar sobre un loco que se creía caballero andante podría dar más de sí. Sí, igual que destrocé la vida y la mano de Cervantes, hice que su nombre fuera recordado. Yo quise a ese hombre porque era un buen amigo… hasta su muerte en 1616. Mi hija Inés ya por entonces ya se había casado con un camarero de la Reina y me había dado dos nietos hermosos. Nadie dependía de mí y, harto de la tiranía en las letras de Lope y sus acólitos, me marché a Inglaterra.

En 1626, con ochenta y tres años, instalado en Essex, había ganado una fortuna como traductor de muchas de las obras de Miguel, que sabía muchas de memoria y pude vivir tranquilo con mi segunda mujer, Marian. Tuve un hijo, William, y una hija, Glorianna. Por desgracia, aunque gozaba del aspecto y de la salud de un hombre de treinta años, era muy duro recibir la noticia de que mi hija Inés murió en 1632 y Marian en 1654… Ya en 1658, con ciento quince años, mis ganas de vivir fueron casi nulas pero pese a ello, seguí viviendo e intentando llenar mi vida.

En 1688, habiendo recibido la noticia de la muerte de Pedro Calderón de la Barca, joven escritor que parecía mucho más inteligente que Lope y sus acólitos, empecé a comprender que el mundo de las letras que conocí moría y me dediqué a otras artes y saberes. Justo me llegó esta revelación al tiempo que surgió la Revolución Gloriosa, que trajo el derrocamiento de Jacobo II por una unión de Parlamentarios y el Estatúder holandés Guillermo de Orange. Entonces tomé el nombre de John Locke… y sí, los retratos eran falsos, yo no era nada parecido a el horrible cuadro de  Godfrey Kneller, pero sí… fue filosofó y médico, eso no es mentira.

¡Qué feliz fui pudiendo escribir tantas cosas que la gente, por fin, con más de ciento cincuenta años de vida, valorase! John Locke murió como tal en 1704, y opté por ser Alexander Essex y como tal, conocí a un escritor satírico irlandés de nombre Jonathan Swift. Acababa de publicar The Battle of the Books y mi tercera esposa, Virginia, y yo adorábamos la compañía de ese hombre y su mujer-niña, Esther Johnson. ¡Cómo lloramos ambos cuando esa pequeña y frágil criatura murió en 1716! Creo que aquello, la muerte de Esther, llevó a Jonathan a la locura…

Cuando alcancé los doscientos años, en 1743, aparentaba ya los treinta y cinco…. Y mis hijos y mujeres o eran polvo o viejos seniles. Deseaba dejar atrás ese siglo donde los franceses habían abrazado la cultura y decapitado la coherencia y la humanidad con eso que llamaron Revolución.

Y lo dejé. En 1800, con doscientos cincuenta y siete años, había dejado atrás mi identidad de William Withering y deseaba nuevos retos… el 16 de mayo de 1804, Inglaterra declaró la guerra a Francia… y me di cuenta que la guerra me recordaba mucho a mis tiempos en Lepanto… Me sumí en una melancolía terrible y decidí dedicar mi inmortalidad a descubrir lo que otros no supieron… y por ello decidí dedicarme a la química con el nombre de Humphry Davy. Fue un buen año aquel 1807. En octubre descubrí el potasio y el sodio. Con doscientos sesentas y cuatro años, no estaba nada mal eso… Así que en eso estuve hasta 1829, cuando me cansé de la química y quise volver a las letras y me hice profesor de literatura en Oxford, donde conocería a gente como Lewis Carroll u Oscar Wilde.

De Carroll recuerdo bien su timidez y su mirada… era turbia. No miraba con claridad. Era como si su cabeza estuviera calculando cada movimiento de los demás. Me fascinaba. Más de doscientos cincuenta años y ese apocado y tartamudo hombre de cabello oscuro, me fascinaba.

De Wilde… ¡Era como una luciérnaga! Era vivaz, alegre, divertido, ocurrente… el alma de la fiesta. No recuerdo bien como le conté la verdad sobre mí, pero dijo que eso le sirvió para una historia: The picture of Dorian Gray. ¡Era un pícaro! Lástima como murió…

Ya en el siglo XX, me codeaba con gente como Conan Doyle o J.M Barrie… pero no fue hasta que conocí a un pequeño chico de los recados de nombre Charles, que entendí ese siglo nuevo. Ese muchacho tan despierto más tarde seguiría mi consejo. Abrazar la desgracia para hacer éxito. Ahí nació Charlot. Ahí nació Charles Chaplin como genio del nuevo arte del cine. Y sí, yo lo veía como un arte.

Harto ya de Inglaterra, en 1923 me trasladé a Argentina y decidí vivir en Buenos Aires como un jubilado más. Tenía ya los trescientos cincuenta años pese a aparentar la cuarentena.

Frecuenté la compañía de gente como Hugo Pratt. Ese hombre sí parecía un inmortal sin serlo. Su vida parecía tan rica como la mía cuando hablamos en 1950 y trabajó de editor para la editorial Abril. Ya entonces le rondaba la idea de crear un personaje como Corto Maltés. Yo le dije que en la vida uno debía lanzarse y vivir, pues solo había una vida… y la mía era muy larga, lo sé.

Después de eso… creo que los siguientes cincuenta años fueron muy monótonos… y casi lo prefiero. Uno no mide el tiempo igual de joven que de mayor. Hoy cumplo cuatrocientos setenta y tres años… y sigo aquí, esperando a ver que me depara la vida...

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