El secreto de la inmortalidad, es vivir una vida digna de ser recordada.- San Agustín.
Mucha gente me ha pedido que les cuente mi historia. Muchos no la creen, otros… no
dejan de asombrase.
Nací
en 1543, el mismo año que Francis Drake, el 13 de enero, en la Villa de Madrid.
Mi infancia no tuvo nada de especial. Crecí sin ambiciones, contento con lo que
tenía. Entonces, a los dieciséis años ayudando a techar la casa de mis padres,
me caí y quedé empalado con una guadaña. Los médicos y curanderos no esperaban
que sobreviviera a mis heridas. Yo no era consciente de sus esfuerzos por
salvarme. Mi mente estaba perdida en un laberinto de sensaciones desconocidas,
de recuerdos ajenos a los míos, temía estar descendiendo al Infierno. Entonces,
una luz dorada disipó el velo de la muerte. En su centro, percibí vagamente una
mujer de belleza imposible. Extendió su mano y su contacto me llenó de un vigor
renovador. De pronto, desperté. Ya no tenía fiebre. Muchos tomaron mi
supervivencia por un milagro.
En
1571, con veintiocho años, me alisté para luchar en la llamada Batalla de
Lepanto. Durante el siglo XVI los otomanos habían conquistado los territorios
que formaron en el pasado parte del Imperio romano de Oriente. La Europa
protestante, en cierta forma, los consideraba un útil aliado contra la Reforma
católica. Francia, por su parte, estaba atrapada entre la dinastía Habsburgo
que gobernaba en Austria y la que lo hacía en España y los Países Bajos. El
Imperio otomano estaba aún en expansión gracias a la base de Tolón, ofrecida
por el rey de Francia, e incluso estaba en condiciones de amenazar a España y a
Malta.
Allí
conocí a Miguel Cervantes y Saavedra.
Mucha
gente, con sorna o enserio, me preguntan sí Miguel se parecía a ese típico
cuadro de Jáuregui , sí le hacía justicia… y no. Miguel de Cervantes era un hombre
ancho de hombros, frente ancha, cabello castaño
oscuro, ojos grises y grandes, bajo esas cejas angulosas, nariz aguileña, barba
recortada, labios finos y rosados, inquieto, callado casi siempre, con un
sentido del humor muy agudo… era un hombre que yo sabía apreciar.
Por
eso lamento mucho que por mi culpa fue manco, que se interpreta mal, pues la
mano izquierda no le fue cortada, sino que se le anquilosó al perder el
movimiento de ella cuando un trozo de plomo que iba dirigido a mí, pero mi
suerte hizo que yo no sufriera mal alguno y a él se le seccionó un nervio,
estando tullido de la mano izquierda.
Por
suerte, la victoria fue para la Liga Santa al mando de don Juan de Austria
sobre la flota del Imperio otomano y, tras meses en un hospital, Miguel se
recuperó y en 1572 reanudo su vida militar, tomando parte en las expediciones
navales de Navarino, Corfú, Bizerta y Túnez. En todas ellas bajo el mando del
capitán Manuel Ponce de León y en el aguerrido tercio del famoso Lope de
Figueroa. Yo le acompañé a Navarino y fue allí donde mi vida cambió.
¿Recordáis
esa leyenda sobre la fuente de la eterna vida que se le atribuye a Ponce de
León? Pues era verdad. Yo entonces creía que el ángel de mi sueño me guardaba.
Quizá esa sensación me hizo ciego a otros ojos mortales. Me hice imprudente y me
separé del resto. Durante horas vagué sin rumbo y encontré unas grutas donde
había un extraño foso de aguas plateadas. No entendí nunca que hizo que me
sumergiera en esas aguas, pero lo hice… y salí curiosamente revitalizado.
No
conté a ninguno de mis compañeros aquel episodio pero decidí retirarme de la
vida militar y, movido por Miguel, me animé a escribir. Ya tenía treinta y tres
años y no logré mucho con mis escritos. Nada que se deba recordar con cierto
orgullo, así que entré como ayudante de un impresor y me enamoré de la hija de
mi patrón, Jimena Álvarez. Era preciosa. Ojos azules, cabellos castaños claros,
sonrisa grande… Nuestro matrimonio duró solo seis años, al morir ella al nacer
nuestra hija, Inés.
Así
que, en 1582, tras recibir la noticia de que Miguel había sido liberado de su
cautiverio en Argel y había regresado a Madrid, me contó sus planes de escribir
teatro.
Eso
fue antes de Lope de Vega. La historia siempre pone a Lope como un genio, y lo
era. Triunfó en el teatro y se lo merecía, pero no conocí a nadie que fuera tan
necio y cruel teniendo los laureles y el éxito en los corrales que Lope tuvo,
pero prefería rodearse de gente que le lamía las calzas, como ese tipo
cojitranco y mal humorado de Quevedo. Que sí, que Quevedo hoy se ve como un
grande, pero siempre me pareció un personajillo repulsivo, pese a ser una de
las mentes más agiles de las letras.
Ya
en 1604, con mis sesenta y un años (aunque aparentase apenas treinta), aconsejé
a Miguel que esa novelita ejemplar sobre un loco que se creía caballero andante
podría dar más de sí. Sí, igual que destrocé la vida y la mano de Cervantes,
hice que su nombre fuera recordado. Yo quise a ese hombre porque era un buen
amigo… hasta su muerte en 1616. Mi hija Inés ya por entonces ya se había casado
con un camarero de la Reina y me había dado dos nietos hermosos. Nadie dependía
de mí y, harto de la tiranía en las letras de Lope y sus acólitos, me marché a
Inglaterra.
En
1626, con ochenta y tres años, instalado en Essex, había ganado una fortuna
como traductor de muchas de las obras de Miguel, que sabía muchas de memoria y
pude vivir tranquilo con mi segunda mujer, Marian. Tuve un hijo, William, y una
hija, Glorianna. Por desgracia, aunque gozaba del aspecto y de la salud de un
hombre de treinta años, era muy duro recibir la noticia de que mi hija Inés
murió en 1632 y Marian en 1654… Ya en 1658, con ciento quince años, mis ganas
de vivir fueron casi nulas pero pese a ello, seguí viviendo e intentando llenar
mi vida.
En
1688, habiendo recibido la noticia de la muerte de Pedro Calderón de la Barca,
joven escritor que parecía mucho más inteligente que Lope y sus acólitos,
empecé a comprender que el mundo de las letras que conocí moría y me dediqué a
otras artes y saberes. Justo me llegó esta revelación al tiempo que surgió la
Revolución Gloriosa, que trajo el derrocamiento de Jacobo II por una unión de
Parlamentarios y el Estatúder holandés Guillermo de Orange. Entonces tomé el
nombre de John Locke… y sí, los retratos eran falsos, yo no era nada parecido a
el horrible cuadro de Godfrey Kneller,
pero sí… fue filosofó y médico, eso no es mentira.
¡Qué
feliz fui pudiendo escribir tantas cosas que la gente, por fin, con más de
ciento cincuenta años de vida, valorase! John Locke murió como tal en 1704, y
opté por ser Alexander Essex y como tal, conocí a un escritor satírico irlandés
de nombre Jonathan Swift. Acababa de publicar The Battle of the Books y mi tercera esposa, Virginia, y yo adorábamos
la compañía de ese hombre y su mujer-niña, Esther Johnson. ¡Cómo lloramos ambos
cuando esa pequeña y frágil criatura murió en 1716! Creo que aquello, la muerte
de Esther, llevó a Jonathan a la locura…
Cuando
alcancé los doscientos años, en 1743, aparentaba ya los treinta y cinco…. Y mis
hijos y mujeres o eran polvo o viejos seniles. Deseaba dejar atrás ese siglo
donde los franceses habían abrazado la cultura y decapitado la coherencia y la humanidad
con eso que llamaron Revolución.
Y
lo dejé. En 1800, con doscientos cincuenta y siete años, había dejado atrás mi
identidad de William Withering y deseaba nuevos retos… el 16 de mayo de 1804,
Inglaterra declaró la guerra a Francia… y me di cuenta que la guerra me
recordaba mucho a mis tiempos en Lepanto… Me sumí en una melancolía terrible y
decidí dedicar mi inmortalidad a descubrir lo que otros no supieron… y por ello
decidí dedicarme a la química con el nombre de Humphry Davy. Fue un buen año
aquel 1807. En octubre descubrí el potasio y el sodio. Con doscientos sesentas
y cuatro años, no estaba nada mal eso… Así que en eso estuve hasta 1829, cuando
me cansé de la química y quise volver a las letras y me hice profesor de
literatura en Oxford, donde conocería a gente como Lewis Carroll u Oscar Wilde.
De
Carroll recuerdo bien su timidez y su mirada… era turbia. No miraba con
claridad. Era como si su cabeza estuviera calculando cada movimiento de los
demás. Me fascinaba. Más de doscientos cincuenta años y ese apocado y tartamudo
hombre de cabello oscuro, me fascinaba.
De
Wilde… ¡Era como una luciérnaga! Era vivaz, alegre, divertido, ocurrente… el
alma de la fiesta. No recuerdo bien como le conté la verdad sobre mí, pero dijo
que eso le sirvió para una historia: The
picture of Dorian Gray. ¡Era un pícaro! Lástima como murió…
Ya
en el siglo XX, me codeaba con gente como Conan Doyle o J.M Barrie… pero no fue
hasta que conocí a un pequeño chico de los recados de nombre Charles, que
entendí ese siglo nuevo. Ese muchacho tan despierto más tarde seguiría mi
consejo. Abrazar la desgracia para hacer éxito. Ahí nació Charlot. Ahí nació
Charles Chaplin como genio del nuevo arte del cine. Y sí, yo lo veía como un
arte.
Harto
ya de Inglaterra, en 1923 me trasladé a Argentina y decidí vivir en Buenos
Aires como un jubilado más. Tenía ya los trescientos cincuenta años pese a
aparentar la cuarentena.
Frecuenté
la compañía de gente como Hugo Pratt. Ese hombre sí parecía un inmortal sin
serlo. Su vida parecía tan rica como la mía cuando hablamos en 1950 y trabajó
de editor para la editorial Abril. Ya entonces le rondaba la idea de crear un
personaje como Corto Maltés. Yo le dije que en la vida uno debía lanzarse y
vivir, pues solo había una vida… y la mía era muy larga, lo sé.
Después
de eso… creo que los siguientes cincuenta años fueron muy monótonos… y casi lo
prefiero. Uno no mide el tiempo igual de joven que de mayor. Hoy cumplo
cuatrocientos setenta y tres años… y sigo aquí, esperando a ver que me depara
la vida...
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