¡Maldita sea! ¡Otra vez se me han
quemado las tostadas! ¿Dónde tienes la cabeza? ¿Te lo digo? En que ella hace
veinte días que no ha dado señales de vida. En eso estás.
En eso y en que la Navidad está ya aquí.
En dos días es Nochebuena. Menos mal que voy a distraerme un poco fuera.
Hice dos nuevas tostadas, un café con
leche y me siento a ver la televisión mientras desayuno. Que si el primer
premio del Gordo ha caído a una familia que apenas llega a fin de mes, que si
un hombre que apenas hablaba con nadie de su barrio de Toledo es el ganador del
tercer premio, que si subirá la luz en Enero otra vez…
A veces una frase rebota en mi mente y
la verdad, ni mi importa.
Llaves, móvil, cartera, reloj y abrigo.
Cierro con dos vueltas de llave mi puerta y bajo con parsimonia las escaleras.
Tomaré el autobús que para cerca de mi casa y el conductor al poco de subir,
arrancará con fuerza y me hará que mi punto de equilibrio se vuelva loco. Por
mucho que lo intente, nunca caigo. No me tira él, al menos. Así sucede.
¡Benditas costumbres previsibles!
En los veinte minutos hasta mi destino,
muchas veces pienso en mis cosas. Antes leía pero no me apetece marearme con el
movimiento torpe e irregular del transporte… ¿A quién quiero mentir? No es
serio que leyera los cerebrales casos de ese detective de Baker Street y… ¡Maldita
sea! ¡Otra vez Watson se convierte en ella! O que estuviera enfrascado en un
cuento de Pardo Bazán y de pronto, como si fuera un comercial en medio de una película,
aparecía su sonrisa y ese modo tan tierno de musitarme un Te quiero.
No, no es solo ella. Es que estas fechas
son siempre terribles para mí. Mi madre, la enfermedad, el ver a alguien tan
fuerte de ese modo…
Llegamos al final del trayecto. Aquí me
mezclo entre la multitud. No soy el tipo que se le quemaron las tostadas, el
que se suele despertar desde hace una semana sobre saltado, el que se pasa las
noches oyendo música a oscuras. Solo soy uno más.
¡Cuánta gente en las calles! Cuantas
frases y risas.
-Mamá, me hago caca.
-¿Otra vez, hija?
-Sí, pero me puedo aguantar.
-Pues sí, chica, mi hijo y yo tenemos
mucha fotosíntesis. Con una mirada
nos entendemos.
-¡Qué suerte! Yo con mi Sergio no tengo
esa relación. Es muy suyo.
-Sí, sí, es que ahora no puedo, pues
estoy fuera de la oficina, pero llama a mi socio y que él te lo haga… ¿Qué? sí,
hombre, sí… ¿Eh? No, no… Llamalo.
Sí subo la música, desaparecerán.
Camino por las calles. Me subo el cuello
de mi abrigo. Tengo frio pese a la bufanda. Miro a la gente envuelto en mi banda
sonora. Me siento tan poco original cuando todos estamos igual, conectados a
vida o muerte a los aparatos donde nuestra soledad es más tenue con el placebo
que en vez de ser pastillas de azúcar es un montón de datos.
No tardo en estar deportado otra vez en
mis pensamientos y moverme casi en automático. ¿Se me está endureciendo el
corazón? ¿Me da igual que ella no me coja el teléfono desde la última vez,
cuando le dije que la quería? Ella me dijo que estaba enamorada de mí, pese a
mis defectos, pues según ella, mis virtudes eran tan grandes… Veinte días. ¿Qué
pasó?
Me llama la atención ese mendigo sentado
en el suelo de Plaza de España, disfrazado de Papá Noel y con un cartel que
reza No quiero vino, quiero comer. Denme
dinero o comida. Muchas gracias.
Rebusco en mi bolsillo y saco una moneda
de cincuenta céntimos, dos de veinte y una de diez. Le digo algo así como Ten, compañero.
-Dios te bendiga. Ten una feliz Navidad.
-Igual.
Al menos no es de los bobos que dicen Felices fiestas. ¿Fiestas? ¿Estamos
últimamente para festejar algo? ¿En un mundo donde la gente prefiere sentarse
solo en un transporte público y pone mala cara cuando otros invaden su auto
impuesto espacio personal? La Navidad, pese a quien pese, es algo tan nuestro
como la pintura de Velázquez o los entremeses de Cervantes. ¡Maldita sea! ¡Otra
vez divago y le doy importancia a las nimiedades!
Hago lo que tengo pensado y mi cabeza
está distraída en que las cosas salen mejor de lo que pensaba. Por un momento
vuelve ese niño que adoraba y ansiaba la navidad. Que madrugaba y a oscuras iba
a ver como las luces parpadeantes del árbol de navidad dibujaban las tenues siluetas
de diversos paquetes. ¡Bendita inocencia que se escurre de uno con el paso de
los años!
Hay un chico algo bobalicón que grita en
pleno Gran Vía a una chica rubia que la ama. Se arrodilla y lo vuelve a gritar.
¿A cuántas chicas les he dicho yo te
quiero? Sí hasta a una se lo dije y me retiró la palabra. Teníamos solo dieciséis
años. Durante año y medio la estuve viendo en carteles y en portadas de libros
de repostería. Tenía un programa de repostería en un discreto canal y, si mal no
recuerdo, la quitaron hace dos meses de antena. ¡Maldita sea! ¡Detesto las
modas y que se haga de la gente indigna ídolos prefabricados!
-Todo tiene solución menos la muerte,
hijo.
¿Era eso lo que me decías, mamá? Sí
recuerdo lo de no te arrepientas, mata
las culpas, lo de con la ayuda de un
vecino, mató mi padre a un cochino (¿O era con ayuda de un cochino mató mi padre a un vecino?) y lo de Pan con pan, comida de tontos, flan con
flan, ¡qué rico que está!, pero eso no lo sé.
Sí hubiera escrito todas tus frases… y
si no hubieras dicho que no a que me relatases tu vida para que yo tomase notas….
Ahora creo entender porque no querías.
Mis pasos me han llevado a pasar por
enfrente del Corte Inglés de
Princesa. ¿Cuántos autobuses rojos hemos tomado para venir aquí? ¿Cuántas veces?
Siempre recuerdo el viaje que hicimos cuando solo tenía cinco años. Me llevabas
al cine, a ver el Robin Hood de Disney. Nunca olvidaré esa música silbada y que
antes incluso de entrar, en al autobús, le decía a cada viajero que iba al cine
por primera vez.
-Ya, hijo, ya. A toda esta gente no le
importa a dónde vamos.
Creo que eso es lo que ahora hago: No
decirle a nadie donde voy.
No tardo mucho en regresar a casa, o eso
quiero creer. Ocupo mi tiempo en cosas diversas que no merecen la pena
mencionar.
El timbre. Seguro que ese esa vecina
cotilla del piso de enfrente, esa que se cree la dueña de la finca, del rancho,
del estado, de todo este lado del Mississippi.
Abro raudo y envalentonado. Es ella. No,
la vecina no. Ella. Veinte días sin saber nada de ella y viene hoy. Tan
malditamente guapa, dulce, con ese brillar tan suyo en los ojos, con esa
sonrisa de niña en una tienda de dulces…
-Hola.
Su voz suena tímida y bañada en
sentimiento de culpa.
-Sé que estarás muy enfadado conmigo…
estás en tu derecho, pero es que… me asusté ¿sabes? Me dio miedo lo que te
dije, pues siempre que me abro a alguien y luego no funciona, me siento… me
siento… no sé cómo describirlo. Sé que no justifica nada de lo que sucedió,
pero tampoco busco justificarte y sé que no merezco tu perdón. Puede que tú
seas una persona más fuerte que yo, pero yo no. Yo soy una cobarde y he tardado
tanto tiempo en decirte todo esto por eso mismo. Perdóname. A lo mejor no debí haber
venido a verte, pero creo que tú merecías una explicación.
¡Maldita sea! ¿Quién dijo que uno no
tiene lo que quiere por Navidad?
La miro sin decirle nada. Cuando se
calla le indico que pase. Noto la mirada de la mirilla de enfrente y no tardo
en cerrar tras de mí, no sin soltar un Feliz
Navidad, vecina.
Me ha encantado el texto, sin duda alguna el que más me ha gustado de todos los tuyos que he leído. Me ha emocionado... y no es que yo tenga el corazón de piedra, es solo que llegar a mi corazón es poco más que un laberinto.
ResponderEliminarGenial, un precioso regalo de Navidad :)
Un beso Gon.
P.D. A lo mejor hasta nos hemos cruzado alguna vez por la calle...