Fíjense en ese hombre que sale de su
piso. ¿No les suena? ¿Tal vez debería hacerlo? Si mirásemos su concepto de sí
mismo estaríamos observando al mayor inútil del mundo. El mayor inútil del
mundo que cruza ahora un paso de cebra y abandona la calle de la Princesa.
Antes todo el mundo acababa en Madrid y más cuando se dedicaba a lo que nuestro
inútil se dedica.
Nuestro hombre es cómico, humorista si
lo prefieren, y como todo actor que se precie, ya sea en el humor, ya sea en la
tragedia, debía aterrizar en Madrid. Hoy día no. Hoy día es hoy día y no es
como en el año 1984, cuando él comenzó a hacer sus pinitos.
No era uno de esos cómicos que hoy se
estilan tanto. De esos que imitan cien voces, de esos que son abanderados del
absurdo más cerebral, de esos que revindican el que no hay barreras, pues todo
es objeto de mofa y burla. Es más, si cualquiera que le conozca de sus números,
de sus programas de televisión, de sus espectáculos en teatros, se acercase a
él diría la tan manida frase de ¡Vaya un
tío rancio! ¡Se lo tiene muy creído!
Y todo porque aun siendo un buen
humorista, que lo es, no es un hombre feliz. Es como ese chiste que les habrán
contado, ese relato que tiene ese poso irónico de un hombre que va a ver al
psiquiatra porque está deprimido y el doctor le recomienda ir a ver a un
magnifico payaso. ¿Saben que chiste les digo? ¡Justo ese!
La verdad es que no es de esos hombres
que se rían a carcajadas nueve de cada diez veces. Es más, difícil es hacerle reírse
a carcajadas.
Empezó su carrera en los 80 del siglo
XX, vestido con una chaqueta gris y es curioso esto. Llevaba gris la chaqueta y
aquel que ha leído esto hasta este punto y no ha tirado este relato a un rincón,
diría que el gris lo llevaba él en su espíritu y… se equivocaría.
Se creó un personaje estrambótico, alocado,
deslenguado y con cierto encanto. Un modo de no dejar que el tedio, de color
gris plomizo, se le metiera en los huesos, en el tuétano. Es un hombre que vio
como muchos amigos y colegas dejaron que les llegase la muerte en vida. No por
casarse, no por tener hijos, si no por dejarse rendir por lo que la vida les
deparaba. ¿Dónde estaba el factor sorpresa en ellos?
Y aun así, era un inútil. Era torpe
desde niño. La primera vez que hizo reír a una relativa multitud era cuando en
clase de gimnasia debía saltar un potro.
-No creo que…
-¡Salta!
Salto erróneo, caída y risas. Dolían
esas risas más que el golpe. Dolía que uno de sus mejores amigos se riera con
esa multitud de seres crueles y en vías de desarrollo. Luego ese dolor se
mitiga con el paso de los años. Menos mal.
Ahora que nos hemos quedado sin lectores
que solo busquen un momento de diversión fatua y de poder criticar como están
escogidas estas palabras y realizadas estas frases, sé que mis lectores
entienden bien que no es único el caso de nuestro cómico inútil, que no se ríe
con facilidad, que llevaba una chaqueta gris, que creó un personaje estrambótico
y que la primera vez que se ganó un
puñado de carcajadas fue por error.
Aplicó esa torpeza en sus espectáculos.
¡Cuánta gente se parte de risa al ver a alguien ser menos hábil que él! Supera
ese espejo de errores al mejor humor inteligente, pensaba nuestro amigo que
ahora ya ha llegado a Callao andando. ¡Cómo le encanta andar!
Los ochenta dieron paso a los noventa.
El declive de un humor que él había forjado desde su esencia de autor. Empezaba
a ver que nunca dejaba de recibir alabanzas, pero ya no era lo mismo. Madrid se
teñía de colores chillones que sabía que, como las revistas que pasan meses y
años al sol en los quioscos, serían algo que nadie compraría. Así era el humor
de esos años y los humoristas de esa época. Razón no les faltó. Dúos que se
separaban tras años, muertes de maestros, los teléfonos que suenan menos… La
soledad y el ego estrellado.
Siempre recordaba algo que contabas de
Chaplin. Charles Chaplin tenía en su vejez una pesadilla que años antes tuvo el
padre de este: oír las carcajadas del público tras actuar y al salir a saludar…
el teatro estaba vacío.
Chaplin era un gigante del humor pero su
ego se alimentaba de sus inseguridades. Así le pasaba a nuestro cómico que
entra ahora a un teatro cercano a Opera.
¡Cómo
he podido tener un hijo tan incompetente como tú! ¡Haz algo medianamente bien, imbécil!
Todas esas puñadas de su padre quedaban
olvidadas cuando su madre se reía. Una multitud de una sola mujer que al reírse,
encendía el corazón de aquel muchacho que vestiría una chaqueta gris para
actuar en pubs, teatros, platós de televisión… Nunca fue tan feliz como cuando
hacía reír a su madre y, eventualmente, a su padre. Más que hacer reír a miles de desconocidos.
Diez minutos para subir a escena. Se
enfunda su chaqueta gris y se mira al espejo.
Soy
el mejor bueno para nada del mundo. Subo, comienzo el espectáculo, se irán los
que no importan, seguiré haciendo lo que mejor sé e incluso les haré que
piensen en lo bueno que puedo ser, aunque solo sea durante cinco o diez
minutos. Termino y me voy a casa. Fácil.
Se aclara la garganta, toma un trago de
agua se mira fijamente en el espejo, se arregla las solapas de su chaqueta y
sonríe.
¡Vamos
allá! Que venga otro a hacerlo mejor que yo.
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