Basta
con unos resquicios de luz para que la oscuridad de la noche se difumine.
Ciertamente, eso es lo que veo al despertarme. Hoy volví a tener ese sueño de
hace tantos años.
Una
mujer, que solo reconozco por instinto más que por certeza, se asoma a un
paisaje precioso. Sonríe involuntariamente y parece hablar con una voz dulce y
tranquilizadora. Creo que me dice que todo cambiará, que debe ser así. Camina
despacio por ese lugar verde y luminoso fuera de la enorme y acogedora
estancia. Va descalza. Sus ropas son vaporosas y a cada paso parece que levite.
La sigo. No deseo perderla. Algo me dice que no me lo puedo permitir. Temo que
eche a correr y le digo que no se marche, que no me deje solo. No sé bien
porque le pido eso, pero ríe con un tono infantil, lleno de inocencia. Me dice
que es hora de que despierte y es en ese momento cuando lo hago.
La
anterior vez que soñé eso, hace ya más de veinticinco años, me incorporé sobresaltado
y empapado en sudor, pero hoy no. Hoy simplemente abrí los ojos y vi esos
resquicios.
Oigo
la respiración de mi esposa y como musita palabras en sueños.
La
observo antes de levantarme despacio de la cama que comparto con ella. Su
cabello azabache recogido en dos coletas, su tenue sonrisa de labios rosados,
su nariz respingona… La pobre cree que está perdiendo su encanto. Lo sé de
buena tinta.
Hace
una semana se miraba al espejo atentamente, en silencio, mientras me vestía. Se
observaba con detalle y en cada ángulo posible. Me hacía el despistado, pero
era totalmente consciente de cada uno de sus gestos.
-Me
estoy haciendo vieja.
-Y
yo contigo, amor, y yo contigo.- Me acerqué y le besé el cuello.
-Pero
tú has vivido muchas cosas…
-No
tantas.
-Claro…
Y resulta que estás mitificado ¿no?
-Eso
es.
Sonrió
como me gustaba y me besó en la mejilla cuando apoyé mi barbilla en su hombro
izquierdo y la miré a través del espejo.
-¿Yo
por qué te quiero a ti?
-Ni
idea. Creo que tiene algo que ver con esos que dicen ser nuestros hijos.
-Míos
son. Ya que sean tuyos…
Salgo
de la habitación tras haberme vestido en silencio mientras mi esposa duerme.
Bostezo en el pasillo y por primera vez en mucho tiempo me doy cuenta del
silencio que hay en la casa.
Me
dirijo a la cocina y me preparo un café. Me estiro. Noto aun un pequeño sopor y
sé que si me hubiera forzado un poco más hubiera podido dormir cuarenta minutos
más, pero si lo hiciera me levantaría con dolor de cabeza.
Observo
el reloj mientras mi taza de leche se está calentando en el microondas. Las ocho
y veinte. Otro bostezo y al estirarme noto como mi vieja herida del hombro
derecho se despereza conmigo. Un balazo por intentar salvar la vida a una
amiga. Pensé que no lo contaba. No he notado en mi vida un dolor tan agudo y
horrible en mucho tiempo y pensé que cuando volviera a ver a la que sería mi
mujer, se horrorizaría pero lo que hizo al ver la cicatriz en forma de estrella
fue besarla.
El
pitido del microondas me saca de mis recuerdos. Tomó mi taza y echo un chorro
largo de café y un poco de edulcorante líquido. El primer sorbo me sabe acido.
Nunca haré un café como el que bebí en Oriente. Me resigno a ello.
Llevo
mi taza a mi estudio. A oscuras, subo la persiana de esa estancia y poco a poco
se ven las numerosas estanterías con mis libros, los marcos y recuerdos que
adornan las paredes. Mi mirada se detiene un buen rato en una foto donde se ve
a un hombre de cabello negro, aunque entrecano en las sienes y barba arreglada,
chaqueta de capitán con anclas doradas en las solapas. Sonreía a la cámara con
un gesto irónico.
-Capitán.-le
saludo con un movimiento leve de cabeza.
Acarició
maquinalmente y con las yemas de mis dedos una vitrina donde descansan una
maqueta de un viejo barco mercante, una muñeca de madera con un vestido verde y
una bala de rifle que aún conserva restos de sangre ya oscurecida.
Me
siento en mi mesa y la silla de oficina, como siempre, cruje levemente. Está ya
muy ajada pero me resisto a cambiarla. Terminará por pasarme lo que con las dos
anteriores. Crujirá, rugirá, será su canto de cisne y se terminará por romper
haciendo que caiga aparatosamente. Recuerdo bien que la última vez que pasó, mi
esposa entró acompañada por mi hija mayor. Me observaron extrañadas y yo rompí
a reír. Ellas se contagiaron de mis carcajadas y esa silla acabó a la noche
frente a los contenedores de basura.
Termino
mi café mientras enciendo mi PC. Cuando aparto la mirada del monitor, me fijo
en las manchas que se han formado en el plato que puse debajo de mi taza.
Parece un curioso mapa de zonas que creí olvidadas, pero que ocupan mis tardes
de reflexión.
Creo
que hoy va a ser el día. El día que tanto me pidieron mis hijos. Tal vez ya no
les importe que su padre les cuente que hizo en esos dos años que no estuvo con
su madre. Mi esposa, bendita sea ella, sabe bien todo. Me pidió encarecidamente
que le contase que pasó conmigo y tardé casi seis semanas en contárselo.
Me
sentó y me lo dejó claro.
-He
tenido paciencia contigo, pero sí te importo y me quieres, debes ser sincero
conmigo.
-Cierto.
¿Qué quieres saber?
-Todo.
No te dejes nada sin contarme.
Y
así lo hice. No fue en ese mismo día, fueron en varios y tras escucharme, noté
que nos quitamos un peso de encima, tanto ella como yo. Ahí decidí no ocultarle
lo importante nunca más. Claro que tengo mis secretos y a decir verdad, más de
una persona ha dicho de mí que soy frio y misterioso. No. Soy tímido, aunque no
lo parezca.
Y
llevo casado con ella más de veinte años. Veinte años y cinco hijos. Sí, cinco.
Se pueden sacar las conclusiones que se quiera. Un hombre como yo, egoísta, que
en muchos aspectos ha estado al margen de lo establecido por defecto, un pícaro
en algunos momentos, un inconsciente en otros, es un esposo y padre.
Mi
mirada va a las fotos de mi izquierda, en diversos marcos. Hay una foto de mis
tres hijas y mi hijo intentando mantener la compostura cuando les dije que
quería fotografiarles y así tenerlos en mi despacho en la facultad. Sí, soy
profesor de universidad. Allí, en esa foto, tenían catorce, trece diez y medio
y ocho. Me mata la sonrisa de la tercera de mis hijas. Sé lo que estaba
pensando. Su padre, ese hombre que le hacía las
señoritas van al paso y que se reía como loca, quería tenerla en el colegio de gente mayor, como llamaba a
la universidad.
Justamente
con ella tengo la única foto que me sacaron en la playa desde que regresé de
mis viajes, que hoy pensé que debería relatar. En esa foto, que está en una de
las estanterías, frente mis libros de consulta sobre filosofía, aparezco
sentado, con camisa de manga corta, con el brazo derecho rodeando a mi tercera
hija, que lleva un sombrero de paja que sujeta con su mano derecha. Mi segunda
hija aparece abrazada a mi cintura y pone morritos, cosa que nunca entendí. Los tres miramos a cámara y sonreímos. Allí
ellas tenían nueve y siete años.
La
más reciente de las fotos de mis hijas es la que nos hicimos al llegar mi
última hija a casa desde el hospital. Ahora esa niña tendrá dos años y mis
hijos, en esa fotografía, catorce, doce, diez y, mi hijo, ocho. Mi mujer sale
preciosa y yo... no soy muy fotogénico, así que dejémoslo.
Nunca
pensé que ser padre fuera algo que te cambie la forma de ver el mundo. Ahora
recuerdo lo que me contó mi mujer sobre algo que le pasó a mi tercera hija.
-Según
sus profesores, dos niñas mayores que ella, de la clase de Nuria, la empujaron
en el patio y la pobre soltó su bollo. Sabes cuánto le gustan los bollos. Pues
una de las niñas lo recogió y tu hija pidió que se lo devolvieran.
Da gracias, porque si
nos lo comemos es para que no te pongas mala y te mueras por comer cosas del
suelo.
Y
delante de sus narices se comieron el bollo.
-¿¡Robarle
la merienda a una niña de seis años!? ¿¡A que colegio estamos mandando a
nuestras hijas!?
-Pues
espérate que ahí no termina la cosa. Las descubrieron y las han abierto un
expediente. Pero tu hija está convencida de que le vas a echar la bronca por
dejar que le quitasen el bollo.
-¿Enserio
me lo estás diciendo?
-Cree
que fue su culpa.
Fui
a verla y cuando se fijó en mí, comenzó a llorar desconsoladamente y a pedirme
perdón.
-Corazón,
no pasa nada.-La abracé.
-Mamá
y tú trabajáis para que no nos falte de nada y yo he dejado que se lleven mi
bollo.
-Jimena,
por favor, es un bollo. ¡Qué se coman los bollos uno detrás de otro! Yo solo
quiero que no te pase nada. Debes ser fuerte ¿Me oyes? La gente hace cosas
malas, incluso la gente que es buena. Tú no eres culpable ni de eso ni de otras
cosas.
-No
quiero ir al colegio más.
-Pero
debes hacerlo. Si yo hubiera dejado que el miedo me hubiera vencido, no os
tendría a vosotros.
Fue
justo ese día cuando les conté mi primer gran viaje. No me arrepiento de
haberlo hecho.
Y
ahora estoy aquí, pensando en la herencia que les pienso dejar. Deben saber
esta historia. Me la piden – o me la pidieron mucho.- y me da que ahora, con mi
año sabático, debo hacerlo. Y lo haré solo. Solo empezó todo y fue entonces
cuando he llegado a donde llegué.
-¿Hace
cuánto que no escribes lo que quieres?-Me preguntó una buena amiga cuando me vi
hace unos días con ella.
-No
lo sé.-Me encogí de hombros.
-Pues
hazlo de una maldita vez.
-Llevo
un tiempo pensándolo. Hablé con un colega mío, pero le he llenado tanto la
cabeza con mis ideas que ya ni le hablo de eso.
-¿Ideas
sobre qué?
-Sobre
el segundo viaje.
-¿Es
enserio? ¿Vas a escribirlo?
-Puede…
no sé…
-Haz
lo que te salga del corazón.
-Pero
sí tú me has dicho mil veces que te daría vergüenza que cuente lo que te influye
a ti.
-Mira,
tengo cuarenta y siete años. Me da un poco igual que imagen tengan de mí gente
que apenas me conoce. Mi marido y mis hijos saben quién soy. Nada que salga de
tu pluma será con mala intención. Te mueres por escribirlo. Lo sé bien.
Sonrío
y contemplo la foto de mi amiga. En esa que cuelga cerca de la del capitán, ella
tiene veintidós o veintitrés –ahora no recuerdo muy bien.- y la sostengo en
brazos. Sonríe con mesura y sus brazos rodean mi cuello, levanta una pierna y
su pie desnudo apunta al cielo. Yo llevaba mi chaqueta de capitán que más tarde
lograría. Ella una blusa amplia de color blanco y pantalones oscuros. Su cabello
es corto, no mucho, pero más de lo que siempre llevó. Tiempos extraños esos.
Ya
son las nueve. El reloj de pared de mi estudio me lo anuncia con una suave
versión de la melodía de una canción que me recordaba tiempos mejores: bajo la lluvia.
-Va
por todos.-Musito y comienzo el viaje una vez más.
Hubo un tiempo en el
que todo era diferente a como es ahora, un tiempo en el que, yo, Guillermo Belmonte, alias Bichejo, alias el
escritor, había aprendido muchas cosas sobre el mundo y sobre mí mismo, aunque
aún me quedaban muchas más por conocer.
Había visto los
errores en ir tras mi novia Gloria, una mujer que me rompió el corazón. Había
descubierto que había mundos y seres más allá de los que cualquier hubiera
conocido antes.
Parecía mentira que
hubiera pasado tanto tiempo desde que conocí a Alicia, a Marina, al padre de
ambas… y hubiera cuidado de una niña venida de no sabía bien dónde. Linda.
Adoraba a esa niña inquieta. La quería con locura a pesar de saber la verdad
sobre ella.
Y sin saber cómo,
pensando todo aquello, decidí encaminarme de nuevo a la casilla donde empezaron
muchas cosas…