Dios o quien
estuviera al cargo de esos asuntos, me otorgó muchas cosas buenas, pero hay dos
que me colman en muchos sentidos.
La primera fue
una mujer que quería con todo mi ser y que, encima, ella me quisiera como yo
era. Una mujer que me hiciera poder levantarme de la cama sabiendo que alguien
soportase ecuánimemente cada bobada que se me pasaba por la cabeza.
La segunda fue
que me diera a la segunda mujer que quería por ser solo ella. Cabello color
trigo, ojos glaucos e inquietos, nariz respingona y pequeña, sonrisa enorme que
le comía muchas veces su redonda carita. Decidimos llamarla Sarah, con h al final en honor de una de mis
películas favoritas.
A los cuatro
años, mi inteligente y bonita hija, tenía como costumbre bailar moviendo el culete cuando oía música, quería que la
levantase e hiciera como si volase y se muriera de risa cada vez que pusiera
voces distintas a los personajes de los cuentos que le leía.
Muchos dirán
que no saben quién de los dos disfrutaba más de esas cosas.
A los seis
años, dejó de bailar a cada hilo musical o canción que los anuncios de
televisión soltaban, ya me cansaba de levantarla aunque lo hacía cada vez que
ella me lo pedía y seguía riéndose con las voces que ponía a cada personaje de
los cuentos, pero, además, se vistió de Dinosaurio.
En un paseo
con mi mujer y mi hija, la pequeña Sarah se paró frente a un escaparate de una
pequeña tienda de paredes azules, de cartel discreto y de luminosidad relativa.
Se paró enfrente de ese escaparate y la curiosidad nos hizo detenernos a ver
que era aquello que hizo que la pequeña soltase un gritito muy suyo de alegría.
Un disfraz de
dinosaurio, verde oliva con unos parchecitos de color naranja claro a modo de
manchitas, con una pequeña cola surcada por una crestita de color verde manzana
que llegaba hasta esa capucha que simulaba la cabeza de
aquel reptil extinguido, con unos ojos grandes de trapo.
Nunca pensé
que el primer disfraz que le compraría a Sarah sería el de un animal prehistórico,
más bien pensé que sería el de hada, el de princesa o incluso el de brujita,
pero... ¿De Dinosaurio? Nunca lo hubiera adivinado. No.
Ni creo
tampoco que pueda entender esa obsesión que todos los niños hemos tenido con
los disfraces, o si lo entendí, lo olvidé en el mismo momento en que guardé mis
juguetes en un baúl.
Sarah se ponía
ese disfraz cada día. Estaba la mar de graciosa con él, imitando lo que en su
inocente e imaginativa lógica era el andar de un tiranosaurio, rugiendo de ese
modo tan tierno, acechándonos a su madre y a mí en los marcos de las puertas o
en las esquinas de los cuartos ¿Se lo pueden imaginar? Espero que sí.
Nunca se lo
quería quitar y era una odisea convencerla para que lo hiciera para lavarlo o
para que fuera a clase y no llevase esas ropas, y cuando lo lavábamos, estaba
sentada frente a la lavadora como muchos niños lo estarían frente la
televisión.
-Estoy
esperando a que termine.-Explicaba cuando iba a la cocina a por un refresco o a
por otra cosa.
Y cuando no quisimos
que se lo llevase a clase… ¡Ay, ya me hubiera gustado ver a otros en nuestro
lugar! Era eso una lucha tremenda para hacerla ver que no podía y no debía
llevárselo.
Hasta el día
que nos dijimos que por ir al parque un día con el disfraz no importa.
Cuando
accedimos, Sarah fue la niña más feliz del mundo. Pegaba brinquitos hasta
llegar al parque. Allí había otros padres con sus hijos que nos miraban
extrañados y algunos de esos críos se reían de mi hija.
Sarah volvió a
casa de mi mano, pensativa y tras eso.
-¿Te pasa
algo?
-No, solo que…
me dan pena los niños del parque.
-¿Y eso?
-Se veía que
tenían envidia por no tener un disfraz tan bonito como el mío.
¿Cómo era
posible? ¿Dónde quedaba muchas veces la maldad de mi hija? ¿Era yo así a su
edad? ¿Lo fue en algún momento mi mujer?
Pero hubo un
día que, como a todos nos pasa, las cosas en nuestra vida tienen un momento y
un lugar, y con Sarah y su disfraz de dinosaurio pasó.
-¡Mira,
corazón!-Le mostró mi esposa el traje.-Ya he lavado tu disfraz. Ahora ya puedes
volver a ponértelo.
-No, mamá.
Guárdalo.
-¿Y eso?-Me
interesé yo.
-Pues… porque
me queda incómodo.
-Bueno,
cariño, te lo arreglamos.
-No, gracias.
Ninguno
insistió más.
Colgamos en
una percha de plástico blanco el disfraz de dinosaurio verde oliva con unos
parchecitos de color naranja claro a modo de manchitas, con una pequeña cola
surcada por una crestita de color verde manzana que llegaba hasta esa capucha
que simulaba la cabeza con ojos grandes de trapo. Y ahí se quedó.
Pasaron los
seis años de Sarah, luego los siete y nació Julia, de cabello oscuro, ojos
color miel, sonrisa impertérrita; más tarde los ocho, luego los nueve y… el
disfraz ahí se quedó colgado.
Curiosamente
Sarah no volvió a disfrazarse más. Julia sí. Julia más tarde tuvo un disfraz de
hada, como yo esperaba, de gatito negro y de pirata con parche y todo.
-¡Mirad!-Exclamó
Sarah aquel día que hacía limpieza de su armario con mi mujer y conmigo. Ahí
estaba. El disfraz en su percha.
-¿Qué es
eso?-Preguntó Julia con ojos golositos.
-Esto es el
mejor disfraz que nunca tuve.
-Nunca te lo
quitabas.-Recordó mi esposa.
-Me daría pena
deshacerme de él, pero ya no me vale.
Ese traje
verde y que me resistía a comprarle a mi hija mayor fue la mejor lección que
pudimos tener sobre que muchas veces, ser único, ser uno mismo, tener valor para serlo, no era fácil.
Recuerdo bien
como un compañero de mi colegio vino a clase disfrazado de Superman durante una semana. No entendíamos bien el motivo, pero
nos pareció extraño… y creo que cuando ya fui más mayor lo llegué a entender.
No era un disfraz, no era una capa con una S
mal cosida, no era un pijama de un verde celeste y unos fingidos calzones de
felpa roja. Era un escudo, un modo de poder hacer lo que de otro modo no se
podía. Era crecer y afrontar que no se tiene siempre que ser una persona gris
en un mundo que muchas veces asustaba.
Parecía lejano
el momento aquel en que yo vi la película de Drácula con Bela Lugosi y tenía
miedo. Hoy la veo y me burlo de lo melodramática y sobreactuada que era la interpretación
de ese actor húngaro, pero entonces, con cinco años, esa mirada de Drácula era
terrible y aterradora. Y para sentirme seguro yo no recurría un disfraz, recurría al oso de peluche al que mi
madre le hizo un jersey granate de punto. Recurría a un talismán para tener momentáneamente
el valor que a tan tierna edad no se tenía, y que todos debíamos desarrollar al
paso de los años.
-Quédatelo.-Solté
a mi hija.-Guárdalo de nuevo en tu armario y cuando lo veas, acuérdate de lo mucho
que te gustaba.
Ella asintió
con una gran sonrisa y el disfraz de esa niña que esperaba a que terminase la
lavadora, que andaba como debía hacerlo un tiranosaurio, que rugía de ese modo
tan tierno y que daba brinquitos hasta el parque, volvió a su hogar.
Creo recordar
que aún sigue ahí, y me alegra que así sea, porque no todos pueden tener un
disfraz de dinosaurio tan bonito.