No hay libro tan malo
que no sirva para algo.[1]
Esta frase puede
definir muchas cosas en la literatura.
Algunos expertos
no van a mirar hacia la literatura con la intención de darle un sincero
reconocimiento a la novela de bolsillo dedicada al Oeste. Tampoco es esa su
intención. No obstante, no se puede obviar totalmente la labor de esta
literatura de consumo que algunos llaman popular.
Popular fue el
teatro de Lope de Vega y que apasionó a unos y que fue despreciado por otros.
Popular fue el
teatro alejado de la concepción de los Ilustrados donde se veían, a su juicio,
conductas y modelos de dudosa moral.
Popular fue la novela en el tranvía o ¿Dónde está mi cabeza? que creara
Pérez Galdós.
Los ejemplos
pueden ser en este respecto muy numerosos, no obstante, no se debe olvidar algo
que apuntaba José Antonio Llera al intentar dar respuesta a la nada sencilla
cuestión de qué era literatura.
Según Llera, la
literatura es algo vivo y cambiante, puesto que lo que se consideraba
literatura en un siglo, en otro podía perder esa noción y viceversa, es decir,
son los lectores quienes determinan qué es y qué no literatura. Eso explicaría
que las novelas del Oeste hoy día solo sean consideradas lecturas para nostálgicos como indica Basilio Pujante Cascales,
cuando ya se dijo en este trabajo que contaron con la aceptación casi plena de
los lectores de la última mitad del siglo XX.
Si uno se basa
en esto, se debe pensar que las novelas populares, llamadas por muchos bolsilibros, fueron el reflejo de un
tiempo que se agotó, pero la formula en la que se cimentó puede que aun siga
siendo útil para diversos fines tanto literarios como económicos, ¿O que son si
no las sagas que vivimos en este siglo XXI? ¿Qué son las novelas de Alatriste que Pérez Reverte nos ofrece?
¿O las novelas del marqués de Sotoancho
de Alfonso Ussía? ¿Qué es en sí el best-seller
si no un modo de contentar y dar a los lectores un divertimento rápido y
atractivo? Es más, hoy día, se nos pueden dar fórmulas para crear una novela de
consumo y atractiva para los lectores.[2]
Sin embargo, aunque
uno pudiera verle el lado negativo a los best-seller,
a la literatura de consumo e incluso a las novelas del oeste, sin este tipo de
novelas, sería casi como ir en contra de la evolución natural de la propia
historia de las letras universales.
Sin Daniel Defoe
no habría un concepto de novela de aventuras tan personal.
Sin Jane Austen
no habría una novela sentimental y romántica.
Sin Jules Verne
no habría novela de ciencia ficción.
Sin Lewis
Carroll no habría una novela metafísica y semificcional.
Sin Sir Arthur Conan
Doyle no habría un esplendor de la novela negra.
Si estos autores
y otros muchos que han ayudado a que los lectores de todas las épocas pudieran
combatir, en su justa medida, el tedio de la vida cotidiana, es porque en algún
momento nos han hablado de algo ciertamente universal. Han hablado del
desvalido, del sentimiento de soledad, de odio, de amor, de sorpresa, de miedo,
de extrañeza; nos han hablado de los sueños que muchas veces tenemos y que en
esencia nos definen más que otras muchas cosas, y lo mágico es que esos sueños,
en un grado u otro, son semejantes a los de estas personas que tomaron la pluma
con el fin de sacar fuera fantasmas y deseos, ayudándonos a entender este mundo
y otros que ellos nos han puesto en bandeja, creando así un nexo con la literatura,
con la lectura y, en diversos casos, la escritura.[3]
No voy a
intentar emular la declaración del continuamente polémico e irreverente
Fernando Arrabal y clamar que fue una injusticia no darle el premio Nobel a
Corín Tellado, puesto que gracias a ella mucha gente tomó el hábito de la
lectura voraz, pero tampoco se puede
negar que tanto este escritor y cineasta como otro miembro del llamado grupo pánico, el sempiterno escritor,
filósofo, psicomago y director de cine chileno Alejandro Jodorowsky, entienden
la importancia de la versatilidad del autor moderno, igual que hicieran muchos
de los autores que abrieran las puertas a otros que marcaron el canon aun
saliéndose algunas veces de él, con lo que la línea entre la literatura
canónica y la literatura marginal es muy fina y difusa.
Esto nos
llevaría a recordar, como multitud de veces hizo José María Díez Borque, que el
escritor es una dualidad: lector y autor, o lo que es lo mismo, un ser que
habiendo conocido y leído, ha recreado el mundo en el que vive de un modo
personal y, posiblemente, único.
De ahí que se
pueda afirmar que hoy día la literatura de consumo que he intentado diseccionar en este trabajo fue influida
en muchos casos por sus predecesores, ya sea en la esencia o en la forma, y a
su vez estos autores de novelas del oeste han logrado insuflar energía a un
nutrido número de autores que van a servir de timón a otros que nacerán y que,
posiblemente, abrirán el camino de la literatura, sea o no canónica, a sus
sucesores, algo sencillamente lógico.
En conclusión,
mucho debemos a aquellos que nos preceden, que han intentado vivir por y para
la literatura, que han sido en algún momento espejo de los aspectos del tiempo
y del ser humano y que nos han enseñado lo que se debe y no se debe hacer en
las letras permitiéndonos soñar y vivir con algo que muchos han despreciado
como si fuera un juguete viejo: la imaginación.
[1] Esta frase está atribuida a Plinio
el Joven.
[2] Trescientos
gramos de construcción escena-por-escena, un buen puñado de diálogo en su
totalidad, tres o cuatro puntos de vista en tercera persona, detalles
simbólicos de status
de vida… ( formula de Tom Wolfe para
crear un best-seller)
[3] Todo esto está reflejado en los
diversos artículos que realizó Fernando Sabater y que están recopilados en su libro Misterio, emoción y riesgo,
editorial Ariel, Barcelona,
2008.