Tenía mi esperanza en tantas cosas.
Ni persigo conejos blancos, ni veo obras
de teatro con gente descalza, ni visito Madrid en el frio nuclear de una
sonrisa jovial, ni los pasteles bien presentados me endulzan, ni lo exótico me
atrae.
Tenía la mirada puesta en las cosas
pequeñas.
¿Dónde está aquella mujer del bolso
rojo? ¿A donde fue la que me daba aquel amor sólo por ser yo? ¿Qué será de mí sin aquella que
me seguía de lejos para ver si no me pasaba nada de mi casa al autobús de la
ruta? ¿Por qué el silencio es tan grande sin la persona por la que me esforzaba por hacer reír? ¿Cómo puedo explicar que necesito una palabra exacta para salvarme?
Tenía ensayada mi sonrisa de cada
mañana.
Hasta de la peor película que habré
visto he aprendido algo. Ella recibe una carta cuando su mundo ha terminado. La
lee y ve el cariño de alguien que la aprecia. Guarda la carta y se dedica a
estudiar. A seguir la vida. Fundido en negro. Fin de la película. ¡Qué belleza
tan sublime! Todo gira y nada se para. Así hago yo.
Tenía dicho lo que siento y no me
arrepiento.
Yo nunca seré tu alumno más
aventajado, o tu novio que te lleva a
cenar y tímidamente propone pagar a medias, ni muchos menos seré el padre de
tus hijos, aquel que se sienta con ellos a ver los dibujos animados clásicos y
se reirá tanto o más que el resto. No atravesaré tu puerta para desearte buenas
noches.
Tenía esperanzas en la gente que
construye el futuro.
El origen de mis novelas está en el
asalto de la mansión en donde hay misterio, emoción y riesgo. Crear una novela
es el génesis de vivir para siempre, creando la ciudad en celo, con mujeres
invisibles en aquel noviembre donde no tengas miedo. Es como la educación de las
hadas en algún sitio calentito, al sur de Granada, compartiendo los años de la
garrapata. Es sencillo de ver.
Y
entonces vuelvo a bostezar como muchas veces me pasa cuando termina un día más.