domingo, 25 de noviembre de 2012

Cuando ella me sonrió


Escondía, en una timidez extraña, su sonrisa, pero aun así, pasa como con los gatitos callejeros: sabes que muerden y arañan, pero no puedes evitar sentir una cierta ternura por ese ser.

A lo mejor quería creer eso, pero pensaba que no me podía equivocar siempre, aunque es algo normal en mí. No soy perfecto ¿Quién diantres lo es?

No la conocía bien ni ella a mí, que soy un desastre, pero me hubiera encantado que me hubiera regalado una de sus sonrisas, escondidas en esa neblina de inseguridad.
No era solo yo, era con muchos, con gente que decía ser importante.

Ella nunca regala las sonrisas alegremente, las mide, calcula, pesa y, después de eso, tal vez sí, tal vez no, te las regala… pero este último paso se da contadísimas veces.
Yo quería esa sonrisa para poder colgarla en una pared o ponérmela en una solapa de mi ajada chaqueta vaquera.
Nunca la obtuve, recordaría que me la otorgase. Sí me llevé un abrazo, unas palabras escritas, un Gracias, pero no una sonrisa. Algo tan sencillo y a la par tan difícil de conseguir.

Y por esa sonrisa, sigo anclado, clavado en momentos de chaval-adulto, buscando crear estatuas de barro de algo que intenta emularla. No siempre se puede estar anclado por un premio que ya ni de lejos conseguiré, pues hace mucho que apagaron las luces y la gente se fue a casa, que el escenario está vacío y, lo que creo que son los pasos de alguien que se dio cuenta que me dejó olvidado, no son otra cosa que mis propios pasos en un escenario con el telón echado.

Siempre me quedará ese teatro donde, vaporosamente, vi su encanto por primera vez, donde esa sonrisa saludaba a los presentes aun siendo cautiva. Siempre me quedarán esos campos de fresas por recorrer, siempre me quedará alguien esperándome para decirme Gran actuación ¿Verdad?

Ayer sentí esa sonrisa y se abrazó con la mía, pero solo fue un espejismo. Una ilusión, pues no recuerdo cuando ella me sonrió.