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domingo, 8 de marzo de 2015

Epílogo de un prólogo

Basta con unos resquicios de luz para que la oscuridad de la noche se difumine. Ciertamente, eso es lo que veo al despertarme. Hoy volví a tener ese sueño de hace tantos años.

Una mujer, que solo reconozco por instinto más que por certeza, se asoma a un paisaje precioso. Sonríe involuntariamente y parece hablar con una voz dulce y tranquilizadora. Creo que me dice que todo cambiará, que debe ser así. Camina despacio por ese lugar verde y luminoso fuera de la enorme y acogedora estancia. Va descalza. Sus ropas son vaporosas y a cada paso parece que levite. La sigo. No deseo perderla. Algo me dice que no me lo puedo permitir. Temo que eche a correr y le digo que no se marche, que no me deje solo. No sé bien porque le pido eso, pero ríe con un tono infantil, lleno de inocencia. Me dice que es hora de que despierte y es en ese momento cuando lo hago.

La anterior vez que soñé eso, hace ya más de veinticinco años, me incorporé sobresaltado y empapado en sudor, pero hoy no. Hoy simplemente abrí los ojos y vi esos resquicios.

Oigo la respiración de mi esposa y como musita palabras en sueños.

La observo antes de levantarme despacio de la cama que comparto con ella. Su cabello azabache recogido en dos coletas, su tenue sonrisa de labios rosados, su nariz respingona… La pobre cree que está perdiendo su encanto. Lo sé de buena tinta.

Hace una semana se miraba al espejo atentamente, en silencio, mientras me vestía. Se observaba con detalle y en cada ángulo posible. Me hacía el despistado, pero era totalmente consciente de cada uno de sus gestos.

-Me estoy haciendo vieja.
-Y yo contigo, amor, y yo contigo.- Me acerqué y le besé el cuello.
-Pero tú has vivido muchas cosas…
-No tantas.
-Claro… Y resulta que estás mitificado ¿no?
-Eso es.

Sonrió como me gustaba y me besó en la mejilla cuando apoyé mi barbilla en su hombro izquierdo y la miré a través del espejo.

-¿Yo por qué te quiero a ti?
-Ni idea. Creo que tiene algo que ver con esos que dicen ser nuestros hijos.
-Míos son. Ya que sean tuyos…

Salgo de la habitación tras haberme vestido en silencio mientras mi esposa duerme. Bostezo en el pasillo y por primera vez en mucho tiempo me doy cuenta del silencio que hay en la casa.

Me dirijo a la cocina y me preparo un café. Me estiro. Noto aun un pequeño sopor y sé que si me hubiera forzado un poco más hubiera podido dormir cuarenta minutos más, pero si lo hiciera me levantaría con dolor de cabeza.
Observo el reloj mientras mi taza de leche se está calentando en el microondas. Las ocho y veinte. Otro bostezo y al estirarme noto como mi vieja herida del hombro derecho se despereza conmigo. Un balazo por intentar salvar la vida a una amiga. Pensé que no lo contaba. No he notado en mi vida un dolor tan agudo y horrible en mucho tiempo y pensé que cuando volviera a ver a la que sería mi mujer, se horrorizaría pero lo que hizo al ver la cicatriz en forma de estrella fue besarla.    

El pitido del microondas me saca de mis recuerdos. Tomó mi taza y echo un chorro largo de café y un poco de edulcorante líquido. El primer sorbo me sabe acido. Nunca haré un café como el que bebí en Oriente. Me resigno a ello.

Llevo mi taza a mi estudio. A oscuras, subo la persiana de esa estancia y poco a poco se ven las numerosas estanterías con mis libros, los marcos y recuerdos que adornan las paredes. Mi mirada se detiene un buen rato en una foto donde se ve a un hombre de cabello negro, aunque entrecano en las sienes y barba arreglada, chaqueta de capitán con anclas doradas en las solapas. Sonreía a la cámara con un gesto irónico.

-Capitán.-le saludo con un movimiento leve de cabeza.

Acarició maquinalmente y con las yemas de mis dedos una vitrina donde descansan una maqueta de un viejo barco mercante, una muñeca de madera con un vestido verde y una bala de rifle que aún conserva restos de sangre ya oscurecida.

Me siento en mi mesa y la silla de oficina, como siempre, cruje levemente. Está ya muy ajada pero me resisto a cambiarla. Terminará por pasarme lo que con las dos anteriores. Crujirá, rugirá, será su canto de cisne y se terminará por romper haciendo que caiga aparatosamente. Recuerdo bien que la última vez que pasó, mi esposa entró acompañada por mi hija mayor. Me observaron extrañadas y yo rompí a reír. Ellas se contagiaron de mis carcajadas y esa silla acabó a la noche frente a los contenedores de basura.

Termino mi café mientras enciendo mi PC. Cuando aparto la mirada del monitor, me fijo en las manchas que se han formado en el plato que puse debajo de mi taza. Parece un curioso mapa de zonas que creí olvidadas, pero que ocupan mis tardes de reflexión.

Creo que hoy va a ser el día. El día que tanto me pidieron mis hijos. Tal vez ya no les importe que su padre les cuente que hizo en esos dos años que no estuvo con su madre. Mi esposa, bendita sea ella, sabe bien todo. Me pidió encarecidamente que le contase que pasó conmigo y tardé casi seis semanas en contárselo.

Me sentó y me lo dejó claro.

-He tenido paciencia contigo, pero sí te importo y me quieres, debes ser sincero conmigo.
-Cierto. ¿Qué quieres saber?
-Todo. No te dejes nada sin contarme.

Y así lo hice. No fue en ese mismo día, fueron en varios y tras escucharme, noté que nos quitamos un peso de encima, tanto ella como yo. Ahí decidí no ocultarle lo importante nunca más. Claro que tengo mis secretos y a decir verdad, más de una persona ha dicho de mí que soy frio y misterioso. No. Soy tímido, aunque no lo parezca.

Y llevo casado con ella más de veinte años. Veinte años y cinco hijos. Sí, cinco. Se pueden sacar las conclusiones que se quiera. Un hombre como yo, egoísta, que en muchos aspectos ha estado al margen de lo establecido por defecto, un pícaro en algunos momentos, un inconsciente en otros, es un esposo y padre.

Mi mirada va a las fotos de mi izquierda, en diversos marcos. Hay una foto de mis tres hijas y mi hijo intentando mantener la compostura cuando les dije que quería fotografiarles y así tenerlos en mi despacho en la facultad. Sí, soy profesor de universidad. Allí, en esa foto, tenían catorce, trece diez y medio y ocho. Me mata la sonrisa de la tercera de mis hijas. Sé lo que estaba pensando. Su padre, ese hombre que le hacía las señoritas van al paso y que se reía como loca, quería tenerla en el colegio de gente mayor, como llamaba a la universidad.

Justamente con ella tengo la única foto que me sacaron en la playa desde que regresé de mis viajes, que hoy pensé que debería relatar. En esa foto, que está en una de las estanterías, frente mis libros de consulta sobre filosofía, aparezco sentado, con camisa de manga corta, con el brazo derecho rodeando a mi tercera hija, que lleva un sombrero de paja que sujeta con su mano derecha. Mi segunda hija aparece abrazada a mi cintura y pone morritos, cosa que nunca entendí.  Los tres miramos a cámara y sonreímos. Allí ellas tenían nueve y siete años.

La más reciente de las fotos de mis hijas es la que nos hicimos al llegar mi última hija a casa desde el hospital. Ahora esa niña tendrá dos años y mis hijos, en esa fotografía, catorce, doce, diez y, mi hijo, ocho. Mi mujer sale preciosa y yo... no soy muy fotogénico, así que dejémoslo.  

Nunca pensé que ser padre fuera algo que te cambie la forma de ver el mundo. Ahora recuerdo lo que me contó mi mujer sobre algo que le pasó a mi tercera hija.

-Según sus profesores, dos niñas mayores que ella, de la clase de Nuria, la empujaron en el patio y la pobre soltó su bollo. Sabes cuánto le gustan los bollos. Pues una de las niñas lo recogió y tu hija pidió que se lo devolvieran.

Da gracias, porque si nos lo comemos es para que no te pongas mala y te mueras por comer cosas del suelo.

Y delante de sus narices se comieron el bollo.
-¿¡Robarle la merienda a una niña de seis años!? ¿¡A que colegio estamos mandando a nuestras hijas!?
-Pues espérate que ahí no termina la cosa. Las descubrieron y las han abierto un expediente. Pero tu hija está convencida de que le vas a echar la bronca por dejar que le quitasen el bollo.
-¿Enserio me lo estás diciendo?
-Cree que fue su culpa.

Fui a verla y cuando se fijó en mí, comenzó a llorar desconsoladamente y a pedirme perdón.

-Corazón, no pasa nada.-La abracé.
-Mamá y tú trabajáis para que no nos falte de nada y yo he dejado que se lleven mi bollo.
-Jimena, por favor, es un bollo. ¡Qué se coman los bollos uno detrás de otro! Yo solo quiero que no te pase nada. Debes ser fuerte ¿Me oyes? La gente hace cosas malas, incluso la gente que es buena. Tú no eres culpable ni de eso ni de otras cosas.
-No quiero ir al colegio más.
-Pero debes hacerlo. Si yo hubiera dejado que el miedo me hubiera vencido, no os tendría a vosotros.

Fue justo ese día cuando les conté mi primer gran viaje. No me arrepiento de haberlo hecho.

Y ahora estoy aquí, pensando en la herencia que les pienso dejar. Deben saber esta historia. Me la piden – o me la pidieron mucho.- y me da que ahora, con mi año sabático, debo hacerlo. Y lo haré solo. Solo empezó todo y fue entonces cuando he llegado a donde llegué.

-¿Hace cuánto que no escribes lo que quieres?-Me preguntó una buena amiga cuando me vi hace unos días con ella.
-No lo sé.-Me encogí de hombros.
-Pues hazlo de una maldita vez.
-Llevo un tiempo pensándolo. Hablé con un colega mío, pero le he llenado tanto la cabeza con mis ideas que ya ni le hablo de eso.
-¿Ideas sobre qué?
-Sobre el segundo viaje.
-¿Es enserio? ¿Vas a escribirlo?
-Puede… no sé…
-Haz lo que te salga del corazón.
-Pero sí tú me has dicho mil veces que te daría vergüenza que cuente lo que te influye a ti.
-Mira, tengo cuarenta y siete años. Me da un poco igual que imagen tengan de mí gente que apenas me conoce. Mi marido y mis hijos saben quién soy. Nada que salga de tu pluma será con mala intención. Te mueres por escribirlo. Lo sé bien.

Sonrío y contemplo la foto de mi amiga. En esa que cuelga cerca de la del capitán, ella tiene veintidós o veintitrés –ahora no recuerdo muy bien.- y la sostengo en brazos. Sonríe con mesura y sus brazos rodean mi cuello, levanta una pierna y su pie desnudo apunta al cielo. Yo llevaba mi chaqueta de capitán que más tarde lograría. Ella una blusa amplia de color blanco y pantalones oscuros. Su cabello es corto, no mucho, pero más de lo que siempre llevó. Tiempos extraños esos.

Ya son las nueve. El reloj de pared de mi estudio me lo anuncia con una suave versión de la melodía de una canción que me recordaba tiempos mejores: bajo la lluvia.

-Va por todos.-Musito y comienzo el viaje una vez más.

Hubo un tiempo en el que todo era diferente a como es ahora, un tiempo en el que, yo,  Guillermo Belmonte, alias Bichejo, alias el escritor, había aprendido muchas cosas sobre el mundo y sobre mí mismo, aunque aún me quedaban muchas más por conocer.

Había visto los errores en ir tras mi novia Gloria, una mujer que me rompió el corazón. Había descubierto que había mundos y seres más allá de los que cualquier hubiera conocido antes.

Parecía mentira que hubiera pasado tanto tiempo desde que conocí a Alicia, a Marina, al padre de ambas… y hubiera cuidado de una niña venida de no sabía bien dónde. Linda. Adoraba a esa niña inquieta. La quería con locura a pesar de saber la verdad sobre ella.  


Y sin saber cómo, pensando todo aquello, decidí encaminarme de nuevo a la casilla donde empezaron muchas cosas…   


lunes, 8 de septiembre de 2014

Los niños ya no juegan con espadas de madera

Ayer mismo paseaba por mi antiguo barrio y me acordé de ellas. Eran cuatro hermanas, todas ellas chicas. Verónica, Julia, Clara y Marina.

Salvo Julia, que eran de cabello castaño oscuro y ojos marrones, las chicas tenían el  cabello dorado y los ojos azules, con lo que algunos hacían bromas a las espaldas de Julia de que su padre era otro. Bromas que no se entonaban con malicia, todo hay que decirlo. Lo que pasaba con esa gente es que desconocían la existencia de los alelos, con lo que no sabían que la genética tenía estas pequeñas situaciones.  

De carácter si eran estas cuatro niñas muy dispares. Verónica, la mayor, era ciertamente reservada pero de una ternura inusual, Julia era muy seca y tajante con la gente, Clara era la alegría personificada, con un simple hola levantaba el ánimo a cualquiera y Marina… Marina era tímida, pero hasta que se aclimataba a un entorno, entonces hablaba por los codos.

La madre era una mujer que se notaba que en su juventud fue una verdadera belleza. No tenía más oficio que dedicarse a la educación de sus hijas. Me agradaba oírla hablar y ver cómo, cuándo se reía, su cabellera de color rubio cobrizo, se mecía como la cola de un vestido de novia al andar. Era una mujer muy positiva.   

Puede uno pensar que para el padre de estas niñas, un hombre que yo vi un par de veces a lo sumo y que me recordaba ciertamente a Charles Chaplin en Monsieur Verdoux, tener cuatro niñas y ningún niño era una faena, puesto que, según se oye por ahí, un padre debe ser el guardián de sus hijas. Para nada esto casaba con aquel hombre. Era una persona sosegada y ciertamente diplomática, a la que creo que yo no le caía en gracia, pero no hablo de mí, sino de Verónica, Julia, Clara y Marina.   

Si uno pasaba en primavera o en verano por delante de aquella casa, cuando las ventanas estaban abiertas de par en par,  podía oír un violín.  Sí, un violín. Verónica practicaba mucho con ese instrumento y sus padres siempre desearon que fuera una gran violinista. Algunas veces lo que se oía era el violín acompañado por un piano, que luego supe que tocaba magistralmente el padre, y otras veces el violín dormía y había un armonioso equilibrio formado por el piano y las voces de las cuatro niñas cantando alguna canción. Increíble.

Estas cuatro niñas rara vez se relacionaban con los niños que jugaban al futbol y gritaba coche al llegar alguno de los vecinos del trabajo o de donde fuera.  Tampoco se relacionaban con las chismosas niñas que maquinaban alguna travesura que dejase en evidencia otros. No. No se relacionaban con nadie de ese estilo. Alguna vez, en las noches de verano, se veía a Verónica pasear en compañía de su hermana Julia.

-Ya están las dos señoritas que se creen mejores que los demás dando sus paseos.-Criticaba con malicia Cristina.
-Siempre van juntas, nunca se relacionan con nosotras.-apuntaba Beatriz.

Pero a ellas estas y otras cosas no les importaban. Y no hicieron ningún tipo de comentario cuando, varios años después, Cristina echó tripa, supongo que de comer muchos bollos, y sus padres la llevaron con sus abuelos a Valencia. No volvimos a ver a Cristina.

 Por su parte, Clara alguna tarde se iba con un caza mariposas al descampado que estaba a pocos metros de las vías del tren, pero nada más… ¡Ah, sí! ¡Espera, que sí! ¡Que recuerdo ahora que Marina si jugaba con una amiguita que tenía! Solo una amiguita, no con otra más.

No les hacía falta nadie más, puesto que algunas veces, en su patio delantero, jugaban las tres mayores con espadas de madera a ser terribles bucaneras. Era divertido verlas jugar así, pues si como cuarteto de voz eran increíbles, como actrices eran aún mejores.
Entonces era cuando Verónica ya no era reservada, ni Julia seca, ni Marina tímida… todas eran esa alegría que tenía Clara. Eran felices como eran.

Lo gracioso en todo aquello era que seguían siendo un misterio para mí y para todos.
Me di cuenta que esos padres tenían una bendición y que no sabía yo hasta qué punto podía ser así. Que niñas tan sanas y auténticas vivían felices y muchos de los que sí estábamos por la labor de unirnos a las masas de gente, éramos tal menos afortunado que esas cuatro muchachas, tres rubias y de ojos azules y una no.  

Los años pasaron muy deprisa, demasiado, y me enteré que Verónica estaba en Londres, de segundo violín de una orquesta, que Julia trabaja en una empresa como relaciones públicas, que Clara había montado su propia tienda de complemento y que Marina… Marina aún tenía que decidir qué hacer, que era la más jovencita.

Los años pasaron y nunca olvidé que en algún lugar, mientras los niños fueran más cínicos y más maliciosos, había otros que aun jugaban con espadas de madera y cantaban al son de un piano… y que esa fórmula, que no tengo ni idea de cómo aplicar den mi vida cotidiana,  funcionaba hasta en las páginas de un libro, y oiré ese violín y esas risas cada vez que pase por esa casa que hoy está a oscuras y en silencio.       

lunes, 17 de marzo de 2014

Mi posible epílogo




El tiempo es el mejor autor: siempre encuentra un final perfecto.

Charles Chaplin, actor y director de cine.

Todas las obras de arte deben empezar por el final.

Edgar Allan Poe, escritor.

La luz entra dorada en mi estudio. Mi mesa donde ahora escribo está frente a un gran ventanal donde el sol invade cada rincón de la estancia, mi santa sanctórum o, simple y llanamente, mi gruta donde tenía recluido mi mundo de ideas y mi tiempo, junto a ese cactus en esa maceta de barro, las estanterías llenas de libros de distinta edad, saber y gobierno de las vidas de quien a ellos se asomase, con aquel poster enmarcado de una de las películas que me dieron la bendición de volver a poder escribir, fotos de todo tipo y momento a recordar…

Mirad donde empecé y mirad donde estoy hoy. Con más de cincuenta años, con escaso pelo en mi cabeza y con barba canosa, gafas de montura dorada y redondas,  cojo de la pierna izquierda[…], retirado del mundo que muchas veces no entendí del todo y aun no entiendo, casado desde hace treinta y dos años, con tres hijos: dos hijas y un hijo.

Aun veo a aquel niño con peto vaquero, con cabello abundante, con mirada tierna y me pregunto cómo ha pasado tanto tiempo entre parpadeos. Me pregunto sobre cuánto de cierto y cuánto de invención tiene mi infancia, época de inconsciencia voluntaria y de anhelos infantiles.

[…]Vine de un próspero barrio de Madrid para llegar a un lugar donde la palabra paz era muda. Donde un niño escuálido, pequeño y descarado preguntaba a la enorme figura de mi padre que si su hijo menor podía salir para jugar con él.

Ese niño, como nos pasa a muchos cuando vamos mutando en la adolescencia que nos enfila hacia la adultez, fue esclavo de las drogas. Me distancié de él cuando pasé la noche más terrorífica de mi vida por  culpa de sus vicios, no de los míos. Mi regreso a la zona que fue parte de mi infancia no era ya nada más que un espejo roto y deslucido.
No sé si leí que murió hace años, pero no tengo yo la certeza.

Mi único problema con él alcohol es que nunca me gustó su sabor, con el tabaco que nunca lo caté y con otras sustancias, que nunca supe donde conseguirlas. Mi mujer y mis hijos saben que detesto los vicios que hacen perder lo que de creativo tiene el ser humano, no obstante, bebo bastantes refrescos de cola. No sé hasta qué punto eso es peor.

Yo no tonteé con drogas, tonteé con el hurto en grandes superficies. No me siento orgulloso de ello, pero lo hice. Muchos alegan que fue influjo de las malas compañías, pero no he oído yo de un influenciado que incitará a otros a ayudarle con los pequeños robos que él quería hacer. Me pillaron, como no, y acabé yendo a psiquiatras y psicólogos que determinarán que me incitó a hacer aquello. Nadie dio con la clave de ese mal y terminé por crecer y seguir mi vida.

Quería ser un gran dibujante, un ilustrador de relatos que gustase a otros, pero cuando uno llega al instituto ve que no tiene tantas dotes para ello. Mi padre siempre dijo que no tenía el don de la geometría y de la perspectiva. Tenía razón. Tenía el don de la imaginación y de la escritura que debían ser ejercitados como si de un musculo se tratase.

Y entonces, apareció el maestro que todo discípulo pide a gritos y que solo se deja ver cuando ese aprendiz está preparado. […] Me dio clases de teatro cuando cursaba por segunda vez uno de los múltiples cursos en los que calentaba silla y hacía lo justo y poco más. Él me enseñó que tal vez estaba hecho para escribir. No lo sé, pero así fue. Con la perspectiva de los años que he vivido, creo haber dado con una posible respuesta a todo aquello. Tal vez ese profesor sabía que tenía inventiva, tal vez solo quise ver que él lo sabía y, siempre y llanamente, me quise demostrar que era medianamente bueno en algo o tal vez plantearse esas preguntas es innecesario.

Puede que necesitase escribir para relatarle al mundo que me pasaba por la cabeza y por el corazón. No dejaba de dibujar aunque no fuera ese el candidato a ser mi oficio y tenía la mala costumbre de dibujar a las mujeres que me habían tocado el alma o que yo quería que lo hicieran y, para más inri, yo era un joven enamoradizo.

Mi hija pequeña, cuando solo tenía seis años, me preguntó cuántas novias tuve.

-Ninguna aparte de tu madre, corazón mío.

No la mentí. No tuve ninguna novia y no sé hasta qué punto mi mujer lo fue. Pero si tuve musas, como soñador que era.

La primera fue Alicia […]. Cabello ondulado y moreno, voz aguda, seriedad fingida y desinterés patente por un joven atolondrado e inocentón. Era de Málaga y a Málaga volvió cuando acabó ese primer curso.

-Iré a buscarla y me deberá amar.

¿Ven por dónde voy? […]

Nunca cumplí esa promesa que me hice y me cansé de mandarle cartas, pues eso de chatear y mandarse mail aun no cuajó en la época que les relato y ¡Demonios! ¿No dije que era un romántico? ¿Qué romántico manda mails a su amada?

Yo no cumplí esa promesa, me enamoré de la Alicia del señor Lewis Carroll, luego conocí a mi mentor y… pasó. No tan rápido pero no me quiero recrear en alguien que no era ni de lejos lo que yo pensé. Extrañamente un compañero de nuestra clase, […], el que luego fue entrenador del Betis, la volvió a ver, entablaron un romance y terminaron por casarse. Me alegro por ellos.   

Tras eso vino […], una chica de armas tomar. La conocí en una función de teatro de fin de curso, ya pasados dos o tres años. ¡Dios como me gustó! Me enamoré como un tonto y un loco juntos de esa preciosa chica de cabello negro, piel pálida, carácter endiablado… ¡Me había enamorado de la chica que puteaba a otras chicas! Eso lo supe años después y cuando ella me lo confesó mucho tiempo después, cuando ya era una prometedora relaciones públicas y yo un pobre diablo que acalló su vocación por ser informático. Fue esa noche que nos reencontramos cuando se lo confesé […] Meses o un año después se marchó a Francia. No la volví a ver más. Casi mejor.

También estuvo […] Sí, la misma presentadora de esos horrendos programas de repostería que echaban a mediados de los años diez del siglo XXI. ¿Qué cómo la conocí? Bueno, actuando juntos […]  Se ve que el teatro siempre tuvo una vital importancia en mi adolescencia y en especial el escenario del instituto […]. Ella me dejó de hablar cuando le dije que me gustaba y sospecho que ella solo tenía el 89 % de la culpa de eso, yo el 1% y el 10% […], pero ya no importa.
Durante años aborrecí las magdalenas por culpa de esos programas, libros y demás patochadas. Por suerte no era el único que tenía esa sensación y como vino se fue. […]

Y ya llegamos a Alicia […], de la que podría hablar largo y tendido, pero me parece que quien me conoce bien y quien no, ha oído o leído de como ella me influyó a la hora de escribir. […] Y le doy las gracias si llega a leer esto, cosa que no es imposible.

[…]

Como dice una canción de Quique González, quise mucho a esas chicas pero espero que no vuelvan nunca más.

Es de recibo y justicia dedicar un apartado especial a mi Amor, al ángel de mi guarda, a la que mantiene el control de mis alas de cera. […]

Me hubiera gustado decir que cuando la vi por primera vez dije eso tan manido de Esa será mi mujer, pero la verdad es que yo tenía ya el corazón hueco, por así decirlo, tras la muerte de mi madre y tras mi última seudorelación romántica.
Estaba desengañado con la humanidad, con mis compañeros de carrera, pues sí, soy doctor en Lengua y literatura española y profesor en la universidad […], pero sería mentir a los que me leen si no dijera que cursé mi carrera cuando estuve a punto de dejar atrás la veintena. […]

También era verdad que entonces no me planteaba que era estar enamorado. Explicar que es el Amor es como intentar explicar que es tener hambre o tener sueño. Es algo intrínseco a nuestra condición. […]

Desde siempre tuve la costumbre de dar largos paseos por Madrid los fines de semana. Los viernes o sábados, por la tarde, por Callao, Opera, Lavapiés, O’Donell… Y los domingos, al Rastro, a la zona cercana a puerta de Toledo. […] Ese viernes de primavera, en aquella gran superficie que en mi época y en la de muchos que me leen, tenía un prestigio para los intelectuales prefabricados […] Ella estaba allí, mirando si le merecía la pena comprar ese DVD.

-La verdad, es una de sus mejores películas.
-Sí, leí en algún sitio que era bueno, pero… no sé.
-Sin dudas, ya que es […]
-Parece que sabes bastante de cine.
-Sí, puede ser. Intenté escribir críticas de cine pero vi que mi gusto es muy extraño.
-¿Cómo te llamas?
-[…] ¿Y tú?
-[…] Un momento… ¿Eres […]? ¡Yo leo tu blog!
-¿Lees mi blog?
-Sí, yo soy Dama blanca, la que siempre escribe cuando actualizas.
-Ah, ¿Así que eres tú?
-¡Sí, soy yo!

Nos reímos como dos tonto. Recuerdo que más de uno se giró a vernos y comentó por lo bajo alguna impertinencia sobre nosotros.

-Ten.- Tomó un bolígrafo y un trozo de papel que debió ser una hoja de una agenda. Me apuntó su dirección de correo mail.- Quiero que me envíes, si no es pedirte mucho,  lo que vayas escribiendo. Quiero leerlo yo antes.
-Bueno, si eres mi seguidora fiel,  no te voy a decir que no.

A estas alturas alguno pensará Sí, ya, un mail para mandarle lo que escribe… esta quiere tema.

No sé si tema o no, pero eso hizo que empezáramos una relación amistosa, que luego mutó en algo sentimental. Nada de glamour, nada de flechazos, nada de historias para recordar… solo vulgaridad.

[…]  

Fueron años de susurrar canciones al oído, de gritar en plena plaza de España un te quiero como si mañana me fueran a cortar la lengua, de bailar en la cocina y partirnos de risa, de besos furtivos, de discutir por bobadas, de reconciliarnos al día siguiente admitiendo la parte de culpa que nos tocaba. Era una bocanada de aire frente a las otras relaciones que tuve, algunas venenosas, otras inexistentes y obsesivas, y  otras aburridas y monótonas.

Tenía claro algo. Con […] quería una relación donde no viviéramos juntos hasta que no nos casásemos, no quería cometer el error de gente como […] que posponer su boda y vivir con su pareja, acabó siendo un hombre gris y monótono y yo no deseaba eso en mi vida. Ya bastante monótono era ser filólogo y que mi lema fuera como el de un monje: Ora et labora.

Y así fue hasta que me armé del valor de cien hombres, compré un anillo de pedida perfecto según mi torpe gusto […] y volví a usar el teatro a mi favor. […] Haber sido la mascota de varios profesores y expertos en diversos aspectos de nuestra lengua es una carta a mi favor.

La llevé al teatro del Canal. Nada como los clásicos para decir lo que es amor, pues quien lo probó lo sabe. […] Tras la función, los actores salieron a saludar y uno de ellos […], que además le conocí cuando  ni él ni yo era nadie, recitó un texto sobre el matrimonio que Lope de Vega escribió y entonces, me puse de rodillas e hice lo que se puede imaginar. Antes si quiera de que dijera  nada, dijo que sí.

[…]

Juntos hemos intentado dar una buena educación a nuestros hijos. Además, en mi caso, me debo a unos principios básicos que hay veces que no sé si hago honor: Ser íntegro y justo. Como como profesor hay veces que eso es una labor casi imposible y como escritor, creo que es fácil, puesto creo que hay que ver que el público un día está contigo, al otro está con otros tan prometedores o mejores que yo. Doy fe de ello. Las próximas generaciones de autores, aunque escasas, pueden hacer mucho por la literatura, no por los lectores pues hay una de las lecciones más importantes que aprendí de una de mis colegas y maestras en la Universidad, la doctora […], que me enseñó que cuando uno escribe no tiene que enseñar nada, solo hacer que se disfrute con la labor.

Posiblemente, en el otoño de mi vida, uno se vuelve más un nostálgico que un innovador, ya que el mundo donde se crióestá casi extinto, de ahí que me anime a redactar estas memorias.

En unos meses me jubilaré y dejaré libre mi despacho para que otro joven colega lo ocupe. Solo me dedicaré a la vida tranquila con la gente que quiero y tal vez escribir uno o dos libros más. Ya saben: ora et labora.  


domingo, 17 de junio de 2012

De noche

En las noches, yo no soy yo.

Cuando era crío me quedaba dormido a las ocho de la tarde, estuviera donde estuviera. Dormido como un bendito.

Así que, soñar era algo normal en mí día a día.

Con los años, me hice noctambulo. Ya había dormido mucho de niño. Creo que, algunas veces pierdo los pies de la realidad y me voy, flotando a donde alguna vez, durante el día estuve.

Por esa regla de tres, me he casado cuatro veces. La última mujer me soporta estoicamente, tal vez, porque lo merezca, tal vez porque me quiere más de lo que me merezco. Pero, nadie como mi primera mujer. Con ella conocí lo que era el Amor. Ahora, ella vive en París con mi hija mayor.

Sí, tengo una hija de doce años, un hijo de ocho años, de mi tercer matrimonio, y una hija de seis años, con la que hace unos días paseé por el mercado de San Antonio.

He estado con algunas actrices de mi país. No puedo decir nombre pues de hacerlo veríamos que no soy en verdad un caballero, cosa de la que me encanta presumir, sin serlo o siendo, y porque, en algún momento, mis hijos pueden leer lo que hoy escribo.

He escrito obras de éxito como Diana en Praga o Las Ranas no necesitan botines. Obras que la crítica ha adorado o apaleado. Es así esta vida.  

Soy fundador junto con otros tres miembros más de La Casa Muda, un grupo de pop independiente del que, posiblemente veréis alguno de nuestros tres CDs, en algún lugar de segunda mano como la metralleta. No éramos malos en verdad.

Entonces, es cuando los oigo, los saboreo, los veo. El silencio, la soledad y la mentira. Son una triada tan dulce y bella. Son el espejismo de una vida que puede que nunca viva.

Puedo ser infantil, soñador, obsesivo, crédulo, mentiroso. Puedo querer lo que nunca me atreví a conseguir por no meter mojarme el culo. Puedo haber llegado tarde a los andenes. Puedo haber bailado solo cuando ya no hay música.

Me casé, tuve hijos, hice grandes cosas… Pero, incluso la mentira es peor que ser yo en según que momentos. Aun puedo bailar con alguien, aun puedo tomar el siguiente tren, aun puedo calarme hasta los huesos.

¿Qué tal si me voy hoy a dormir y veré con claridad el mañana?  

sábado, 3 de marzo de 2012

Flor de un día

RELATO GANADOR DEL CONCURSO LITERARIO DEL IES LAZARO CARDENAS DEL 2008

Toda gran obra, alguna vez, fue inspirada por alguien. Parece una bobada esta frase, pero es la pura verdad.

El escritor siempre, desde mi modesto punto de vista, ha sido un animal (y perdón por la expresión) de y para su obra.
Hay un punto en su vida en el que sus trabajos, sus escritos, como si de un extraño Mr. Hyde se tratase, domina, come, esclaviza al autor. El dueño hecho siervo. Un siervo recompensado con el mayor de los laureles, que no es otro que la gloria, la fama, el que su obra le haga inmortal, merecedor de estar en las enciclopedias y los libros de historia y lengua.

Pues bien, yo soy un escritor, pero no uno bueno, solo soy una flor de un día.
¿Qué que es eso? ¡Oh, fácil! Se distinguen los buenos escritores de los que son flor de un día en la dedicación para con su obra, porque, por si no lo saben ustedes, el escritor que dedica toda su vida a su obra, termina por quedarse solo con ella. No familia. No amigos. Sólo obra y obra. Sólo el dueño del esclavo.

No aburriré al lector con mi historia previa. Nos llevaría a ambos a interminables folios con descripciones y palabrería boba, y no es de mi agrado.

Sólo decir esto: Soy de Madrid, ciudad que amo y amaré siempre, pero que abandoné por buscar fortuna o que sé yo.
Llevo los últimos más de veinte años en Buenos Aires. Mentiría si dijese que no fue duro adaptarse a esta bella ciudad, pero, aquí estamos, en un piso a las afueras del centro, casado y dedicándome a escribir novelas más bien insulsas sobre un muchachito de dieciséis años que quería ser un gran aventurero. Son insulsas, pero gustan, que puede ser una contradicción pero, si uno lo piensa bien, no lo es.

Me resulta gracioso que pase horas escribiendo diálogos algo ingeniosos y por ello me den plata.

-¿Qué hacés, papá?- Me pregunta mi hija mayor, Nuria.
-Escribir, mi vida, escribir.-
-¡¿Nuevas aventuras de Astro?!-Me pregunta de nuevo, entusiasmada y se abraza a mi cuello. Adora esos libros. Incluso la novia de Astro lleva el nombre de mi hija mayor.
-Sí, nuevas aventuras de Astro.-Sonrío.

¿Saben? He pensado muchas veces en dejarlo. Sí, en dejar de escribir y dedicarme a lo que sea… pero es mirar la sonrisa de mi hija al leer algunos de mis párrafos en el portátil, abrazada a mi cuello, y pensar que merece de veras la pena.
Además, no me come tanto tiempo el escribir, un capítulo diario. Solo eso.

Claro que podría ser un Shakespeare, un Quevedo, un Dumas, o un Oscar Wilde, pero, si se molestan en leer sus biografías, verán que fueron dueños hechos siervos.
De este modo, siendo un escritor más, puedo dedicarme a mi mujer, a mis hijas Nuria y Jimena, a pasear con Aramis, mi perro, a ver buen o mal cine…

Soy dueño de mis esclavos tiránicos. Escribir sobre Astro, no es malo.

-¿Por qué ser un Don nadie, señor?-Me preguntó un admirador en mi última firma de libros.-Usted podría ser un genio.-
-Solo quiero ser un hombre, joven.-Respondí.-Solo eso.-

Mi historia cotidiana no daría ni para envolver pescado con ella, pero para mis hijas, mi mujer, mis amigos, soy alguien. Para el mundo de afuera, que me lee, me admira, me felicita, tal vez un día me esfume. Sea sólo un truco de magia, que cuando ya no se diviertan, ya nadie se acuerde ni de como diablos me llamo.

Soy una flor de un día por convicción ¿Tan malo es eso?

Ah, y a mi frase inicial, bueno, podría decirse que, en parte, siempre quise ser el temerario Astro.. Aunque tal vez me anime a escribir sobre otros temas…