lunes, 8 de septiembre de 2014

Los niños ya no juegan con espadas de madera

Ayer mismo paseaba por mi antiguo barrio y me acordé de ellas. Eran cuatro hermanas, todas ellas chicas. Verónica, Julia, Clara y Marina.

Salvo Julia, que eran de cabello castaño oscuro y ojos marrones, las chicas tenían el  cabello dorado y los ojos azules, con lo que algunos hacían bromas a las espaldas de Julia de que su padre era otro. Bromas que no se entonaban con malicia, todo hay que decirlo. Lo que pasaba con esa gente es que desconocían la existencia de los alelos, con lo que no sabían que la genética tenía estas pequeñas situaciones.  

De carácter si eran estas cuatro niñas muy dispares. Verónica, la mayor, era ciertamente reservada pero de una ternura inusual, Julia era muy seca y tajante con la gente, Clara era la alegría personificada, con un simple hola levantaba el ánimo a cualquiera y Marina… Marina era tímida, pero hasta que se aclimataba a un entorno, entonces hablaba por los codos.

La madre era una mujer que se notaba que en su juventud fue una verdadera belleza. No tenía más oficio que dedicarse a la educación de sus hijas. Me agradaba oírla hablar y ver cómo, cuándo se reía, su cabellera de color rubio cobrizo, se mecía como la cola de un vestido de novia al andar. Era una mujer muy positiva.   

Puede uno pensar que para el padre de estas niñas, un hombre que yo vi un par de veces a lo sumo y que me recordaba ciertamente a Charles Chaplin en Monsieur Verdoux, tener cuatro niñas y ningún niño era una faena, puesto que, según se oye por ahí, un padre debe ser el guardián de sus hijas. Para nada esto casaba con aquel hombre. Era una persona sosegada y ciertamente diplomática, a la que creo que yo no le caía en gracia, pero no hablo de mí, sino de Verónica, Julia, Clara y Marina.   

Si uno pasaba en primavera o en verano por delante de aquella casa, cuando las ventanas estaban abiertas de par en par,  podía oír un violín.  Sí, un violín. Verónica practicaba mucho con ese instrumento y sus padres siempre desearon que fuera una gran violinista. Algunas veces lo que se oía era el violín acompañado por un piano, que luego supe que tocaba magistralmente el padre, y otras veces el violín dormía y había un armonioso equilibrio formado por el piano y las voces de las cuatro niñas cantando alguna canción. Increíble.

Estas cuatro niñas rara vez se relacionaban con los niños que jugaban al futbol y gritaba coche al llegar alguno de los vecinos del trabajo o de donde fuera.  Tampoco se relacionaban con las chismosas niñas que maquinaban alguna travesura que dejase en evidencia otros. No. No se relacionaban con nadie de ese estilo. Alguna vez, en las noches de verano, se veía a Verónica pasear en compañía de su hermana Julia.

-Ya están las dos señoritas que se creen mejores que los demás dando sus paseos.-Criticaba con malicia Cristina.
-Siempre van juntas, nunca se relacionan con nosotras.-apuntaba Beatriz.

Pero a ellas estas y otras cosas no les importaban. Y no hicieron ningún tipo de comentario cuando, varios años después, Cristina echó tripa, supongo que de comer muchos bollos, y sus padres la llevaron con sus abuelos a Valencia. No volvimos a ver a Cristina.

 Por su parte, Clara alguna tarde se iba con un caza mariposas al descampado que estaba a pocos metros de las vías del tren, pero nada más… ¡Ah, sí! ¡Espera, que sí! ¡Que recuerdo ahora que Marina si jugaba con una amiguita que tenía! Solo una amiguita, no con otra más.

No les hacía falta nadie más, puesto que algunas veces, en su patio delantero, jugaban las tres mayores con espadas de madera a ser terribles bucaneras. Era divertido verlas jugar así, pues si como cuarteto de voz eran increíbles, como actrices eran aún mejores.
Entonces era cuando Verónica ya no era reservada, ni Julia seca, ni Marina tímida… todas eran esa alegría que tenía Clara. Eran felices como eran.

Lo gracioso en todo aquello era que seguían siendo un misterio para mí y para todos.
Me di cuenta que esos padres tenían una bendición y que no sabía yo hasta qué punto podía ser así. Que niñas tan sanas y auténticas vivían felices y muchos de los que sí estábamos por la labor de unirnos a las masas de gente, éramos tal menos afortunado que esas cuatro muchachas, tres rubias y de ojos azules y una no.  

Los años pasaron muy deprisa, demasiado, y me enteré que Verónica estaba en Londres, de segundo violín de una orquesta, que Julia trabaja en una empresa como relaciones públicas, que Clara había montado su propia tienda de complemento y que Marina… Marina aún tenía que decidir qué hacer, que era la más jovencita.

Los años pasaron y nunca olvidé que en algún lugar, mientras los niños fueran más cínicos y más maliciosos, había otros que aun jugaban con espadas de madera y cantaban al son de un piano… y que esa fórmula, que no tengo ni idea de cómo aplicar den mi vida cotidiana,  funcionaba hasta en las páginas de un libro, y oiré ese violín y esas risas cada vez que pase por esa casa que hoy está a oscuras y en silencio.       

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